miércoles, noviembre 26, 2008

202-La mañana de la pamela blanca (O cómo acercarse con elegancia a la Ciudad de Palma y sus encantos)

La verdad sea dicha: en este camino de la luna llena no faltó nada. Más completo: imposible. Parece como un milhojas de dulce de leche. Esa factura de hojaldre que en una sola pieza permite reconocer un sinnúmero de hojitas deliciosas componiendo el todo. Y cuando digo que no faltó nada es porque no faltó nada. El sábado, en particular, fue un día tan lleno de vivencias que no sé cómo haré para no cansar a los lectores.

Comenzamos la jornada tempranísimo, con un viaje a las entrañas mismas de la mallorquinidad porque fuimos con Apolonia a conocer a sus papás. No voy a publicar fotos de esa visita porque fue algo para atesorar en un rincón del corazón y nada más. Pero no puedo dejar de comentar mi admiración por esa gente y por su casa de piedra ubicada en un lugar de privilegio, ya que el terreno presenta relieves que lo hacen sobremanera pintoresco. Mi admiración, digo, por quienes la habitan y revelan a través de ella y sus objetos, con la más elegante austeridad, su amor al trabajo y a la tierra, a las cosas simples de la vida, a ésas que muchos se empeñan en olvidar. Los higos de tuna, las flores, las hortalizas, la vid, el pan casero, aquel reloj de madera oscura y las fotos de los hijos y los nietos no hacen más que definir a quienes hicieron de Apolonia una madona mallorquina con todas las de la ley. Me felicito de haberles dado un abrazo, aunque haya sido apresurado, porque no voy a poder olvidarlos así nomás, se los aseguro.

Del pleno campo mallorquín, atravesando caminos de tierra que harían las delicias de mis sobrinos Toni y Pere, a los que les gusta la aventura en bicicleta, partimos, junto a Apolonia y en su batimóvil, a la Ciudad de Palma donde nos esperaban Juana, la dueña del jardín, y Ricardo y Joana Aina, todos dispuestos a colaborar para que Jorge y yo nos adentráramos en la ciudad y sus secretos.

Para su conocimiento, y porque hace al meollo de esta crónica, les comunico que, teniendo en cuenta el calor reinante, esta servidora había resuelto coronar su testa esa mañana con un sombrero blanco, con visera, comprado en Soller para no sufrir el sol en el barquito que nos conduciría a Sa Calobra. Dicho adminículo, lejos de provocar la admiración de mi cónyuge como hubiera sido dado esperar, provocaba en él (y no sé si también en el resto de nuestros acompañantes, que por educados se abstuvieron de risitas), un mohín un tanto molesto, un frunce del labio superior, que podría considerarse algo así como una expresión burlona, (de “¡¡¡jujujuju!!!!”, admitámoslo sin dilaciones). Expresión que decidí ignorar en pos de preservarme de posibles insolaciones, que hubieran arruinado nuestros últimos días en la isla, razón por la cual deseché “jujús” y miradas risueñas, procurando llevar mi gorra como si fuera la más elegante capelina o pamela, digna de la infanta Cristina la que, por si no lo saben es, desde su boda con Iñaki de Urdangarín, nada más y nada menos que la Duquesa de Palma de Mallorca, según designios de su augusto padre, el rey Don Juan Carlos de Borbón.

Permítanme pues, tocada con mi airosa pamela blanca, honrar a Palma a los pies de su Catedral y, desde el Parque de Mar, contemplarla reflejada en el estanque, mientras doy gracias a Dios por habernos permitido llegar ahí y entonces.

Permítanme, digo, ascender hacia ella y pisar, emocionada, sus pisos de piedra, mientras el corazón se eleva, acompañando las columnas góticas, hacia los vitrales que conmueven por su belleza y elegancia. Permítanme contemplar, absorta, el baldaquino de Gaudí sobre el altar mayor para comprender a la abuela Isabel cuando decía que “com la Seu no n’hi ha” (Como la Catedral de Palma no hay nada parecido). Y, permítanme, además, tomarme la licencia de decir que el aporte de Miquel Barceló en la Capilla del Santísimo hace que me transforme en una ignorante supina acerca de los beneficios que su arte ha aportado a la bellísima Catedral del Mar. A mí, déjenme el gótico limpito, con sus “colorines” tan “molestos” y no toda esta parafernalia cerámica y estos vidrios anodinos, que han venido a reemplazar una genuina obra de arte de todos los tiempos por otra que, quizás mis nietos reverencien, pero que a mí me duele en lo más hondo.

Y ahora, salgamos de las esferas celestiales y caminemos por las calles cercanas a la Seu espiando patios señoriales., tan elegantes como la mejor capelina de verdad, que no la mía. Pienso en la noble generosidad de los dueños de esas casas que permiten espiar en ellas a través de las rejas, haciéndonos imaginar carruajes y señoras en tiempos del siglo XVIII Y XIX y, en algunos casos hasta comienzos del Siglo XX. ¿Cómo si no podríamos deleitarnos con esos arcos que anteceden al espacio abierto, arcos extraordinariamente rebajados que aligeran la estructura, diseñados con gracia y originalidad mallorquinas? ¿Dónde veríamos esos patios, versión balear de la tradicional “logia” romana, obrando como núcleo del edificio, esas escaleras tan especiales, protegidas por la presencia del hierro forjado en barandas y rejas emblemáticas? El dedo se me acalambra al disparar en pos de las mejores fotografías de esos patios, me animaría a decir, tan exclusivos de la Isla de la Calma.

Decididamente, hace falta más de una mañana para conocer a fondo una ciudad tan bella como la capital de la isla de Mallorca, por eso nos limitamos a la zona que hace siglos estuvo rodeada de murallas, pero nuestros acompañantes y nosotros estábamos decididos a extraer lo mejor de su esencia en cada calle, cada plaza, cada espacio urbano que, al igual que los paisajes de la isla, se mostraba cambiante todo el tiempo, dada la esencia medieval del trazado de la zona que recorríamos.

Así, sorprendiéndonos con los puestos de flores de La Rambla, en los que nos parece rarísimo encontrar coronas fúnebres -que en Buenos Aires deben encargarse ex profeso en florerías-, junto a bellísimos ramos multicolores, sigamos hasta la Plaza Mayor, recia y austera y continuemos, acompañados por las voces de la Reina y su honorable Caballero, así como por la presencia alegre de Juana y Apolonia, recorriendo la ciudad, sus magníficos edificios modernistas -que nada tienen que envidiarle a la Ciudad Condal del Trencadís-, pasemos por la Plaza de Cort, con un olivo antiquísimo en el que me fotografío con las primas, cumpliendo uno de mis sueños, y lleguemos a instancias de Joana Aina, a la Iglesia de Sant Francesc para hacer honor al título de esta crónica sin más dilación. La reina insiste en que no podemos perdernos el magnífico claustro de esta Basílica, pero, en realidad, su insistencia obedece a que ella desea que su tía nueva, o sea yo, tenga ocasión de lucir su modernísima pamela blanca con visera en un evento de carácter internacional como aquel en el que estamos destinados a participar. No…si cuando yo digo que en este viaje no faltó nada es porque no faltó verdaderamente…Porque, sepan, amigos, que el bellísimo claustro de Sant Francesc, con sus esbeltas columnas y sus arcos lobulados que rodean un jardín espléndido, eran, junto a la iglesia propiamente dicha, original del Siglo XIV, escenario de una boda rumbosísima, esplendorosa, rimbombante…¡Y nosotros, ahí, en medio de ella procurando alisar nuestras sudadas camisas y jeans para estar a tono con las sedas, los brocatos, las plumas y las gasas más finas que haya visto nunca! ¡Qué nivel! Los invitados posan y conversan sobre los novios y así nos enteramos de que el que acaba de dar el “sí” es el entrenador del tenista Roger Federer quien también está presente en la celebración. ¡Menos mal que llevo mi pamela justo en el momento en que los fotógrafos de la revista Hola nos enceguecen con el flash! Lo único que me desconcierta un poco es la cara de repugnancia de las damas del casamiento al comparar mi sombrero con el suyo. ¡Habráse visto descaro y atrevimiento! Si nada tiene el mío que envidiar a sus tocados. Puede competir con la mayor elegancia en cualquier cancha. Sobre todo en una de césped o polvo de ladrillo, aceptémoslo, pero al fin y al cabo… ¿No es gente del tenis la que ahí está reunida? ¿A qué tanto disgusto con mi modelito? Yo sigo en medio de las elegantes señoras, muy segura de mí misma, cuando Apolonia y Juana desaparecen sutilmente, como dos damas mallorquinas que se precien. Joana Aina y Ricardo sugieren un refrigerio y mi marido, decididamente, hace mutis por el claustro, porque foro no hay por más que todos estén tan emperifollados como en una representación de gala en el Colón o más.

Comprendiendo que apreciar el verdadero “charme” no es para cualquiera, aunque se provenga del “jet-set”, me uno al grupo familiar para completar nuestro periplo palmesano con un recorrido por el Paseigg des Borne y sus fuentes de reminiscencias árabes hasta llegar al Mediterráneo que reverbera en azules increíbles.

El Castillo de Bellver nos está esperando, altivo, en la lejanía. Seguramente él si sabrá apreciar la elegancia de mi sombrero blanco. Aunque…bien mirado…noto un guiño un tanto burlón en aquella ventana de la torre…

Cati Cobas

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Más guapas no podemos estar tu con tu pamela, yo con mi bolso y modelito a la ultima moda lastima que no tuvimos tiempo de acectar la invitación para el banquete

CATI COBAS dijo...

Es cierto, pero pensándolo bien, nosotras tampoco las invitamos a ellas a nuestro propio banquete sobre el que estoy escribiendo...Besos y buen fin de semana. Cati