martes, mayo 29, 2007

126- Encuentro en el fin del mundo- Caticronicuento


La piel cetrina. Los ojos de rata. Esas orejas abiertas de par en par que enmarcan el rostro afilado en el mentón. Bajo de estatura y decididamente poco agraciado, mi compañero de asiento en el Tren del Fin del Mundo agrega a sus características físicas, un temperamento hosco y un hablar casi ininteligible.
¿Por qué me habrá tocado compañía tan desagradable cuando todos parecen disfrutar de la de su vecino? Decido dedicarme a contemplar el paisaje, ignorando esa presencia y a disfrutar de la elegancia del vagón, con sus asientos tapizados en azul celeste y sus paredes de refulgente madera de cerezo.

Me siento privilegiada por la posibilidad de estar en ese tren cuya locomotora a vapor tiene, por nombre, Camila -curiosa costumbre, la nuestra, de bautizar locomotoras; comenzando por la primera, “La Porteña”, cuyos hierros reposan en el Museo de Luján-pero no obstante, la incómoda proximidad del hombre hace que no pueda relajarme.

Se anuncia la partida: “El tren más austral del mundo” saldrá, en instantes, de la estación de Ushuaia para llegar a la Terminal, cercana al Río Pipo, en el Parque Nacional de Tierra del Fuego.

Mi mente febril echa a andar hacia atrás, comenzando por los Onas, viejos aborígenes, cuyas fogatas dieron nombre a esta región y continúa, al compás del traqueteo del tren, con la visión del prehistórico xilocarril (tren con vías de madera) que, por este mismo recorrido que ahora nos conduce por increíbles paisajes montañosos, llevaba, a principios del Siglo XX, los materiales para que los presos del Penal de Ushuaia construyeran su propio hábitat en estas soledades y, además, ganaran su sustento al cortar, engrillados, los árboles de los bosques aledaños para abastecer de leña y materiales de construcción a “la ciudad más austral del mundo”, que recién nacía. Esos mismos bosques de pinos y lengas crecen, aun, a la vera de la vía, en algunos tramos, y permiten adivinar, por la forma caída de sus ramas, el más tremendo frío en las nevadas más atroces.

Sin embargo, dentro del coche hay calor de hogar y todo se siente absolutamente confortable. Mi compañero continúa mudo de toda mudez, pero percibo, cada tanto, una especie de gruñido sibilino que parece surgir de sus entrañas. “¡Qué tipo tan guarango!”, me digo.

El guía habla y habla. ¿Por qué siempre los guías creen que el mucho hablar les da patente de sabihondos?, pienso.
El traca traca y el aroma a café que llega del coche comedor me sumergen en una especie de letargo en el que las sensaciones van y vienen. No me sorprende el encontrarme, de pie, en el patio del Penal, observando, escondida detrás de una columna, la rueda de presos. El frío es tan intenso que dificulta mis movimientos. Mi compañero de viaje está en medio del embaldosado cuando pasa, maullando suavemente, un minino peludo y blando como un “Platero” felino. El de los ojos de rata lo toma en sus brazos, y lo acaricia, como para serenarlo. De pronto, ante la mirada asombrada de todos, toma la redonda y perfecta cabeza del gatito y la retuerce con saña, convirtiéndola en hélice alrededor del cuello. El micifuz no tiene tiempo ni para maullar por ayuda, y es arrojado al suelo con absoluta crueldad.

¡Ya sabía yo que el tipo era raro! Esto me lo confirma sin lugar a dudas.

Los otros presos rodean al matador. Lo arrojan al suelo a empellones y puntapiés. Lo escupen y, blasfemando, comienzan a golpearlo hasta que uno de ellos –el que parece más fuerte- retuerce su pescuezo como recién vimos que él hiciera con el gato.

A veces el dolor nos adormece y otras nos despierta. El segundo es mi caso; de modo que cuando recupero la noción de realidad y me veo en el hermoso trencito, procuro retirar la mirada de mi compañero de viaje y el pensamiento, de mis alucinaciones. Las cercanías del cerro Susana, con su belleza inexpugnable, me hacen concentrar en ella y en la maravilla de los parajes que tiene Argentina, mi tierra. El hombre permanece en el coche, pero no parece muy interesado en cerro alguno.

Regresamos, y cada uno de los pasajeros retorna a su hotel.
Por la mañana decido hacer una visita a la Base Naval, justamente instalada en lo que fuera otrora el temible Penal, desmantelado hace ya muchos años.

No hago más que pisar las baldosas del primer patio, cuando un pequeño gatito gris y suave acude, gracioso, a mi encuentro. Lo sigo, como si una fuerza misteriosa me hubiera capturado, hasta una sala de exposiciones. Ella contiene una muestra de fotografías que remiten al antiguo destino del lugar: la cárcel de Ushuaia. En una de las paredes puede verse una fotografía que flaco favor le hace a mi vecino de asiento en el trencito.

El epígrafe dice: ““Cayetano Santos Godino”, alias, “El petiso orejudo”. Buenos Aires, 1896- Ushuaia, 1944.
Famoso criminal confeso de la muerte de cuatro niños y de tentativa de homicidio de siete más. Asesinado por sus propios compañeros como desagravio por el estrangulamiento cruel de la mascota del penal.”

Alzo a mi amiguito cuadrúpedo, y lo acaricio, pensando que si alguna otra vez tomo el Tren del Fin del Mundo, compraré dos boletos como para asegurarme de que ningún señor orejudo y con ojos de rata me acompañe.


Cati Cobas

1 comentario:

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

No eres finalistta; yo taampoco, pro mi ánimo no decaee. Llevo 5 años presenntándome a sabiendas que Ángeles Cantalapiedra no apaarecerá como finalista, peroo lo mío es costumbre, tradición.
Ahora te digo una cosa por si te sirve: me ha encantado el tuyo.