martes, diciembre 13, 2005

50-Los espejos...



Ficticia y Sensibilidades
30 de Mayo de 2004

Uno debería poder mirarse en el espejo y reconocerse. Darse cuenta de que esa imagen que nos devuelve la luna plateada del botiquín del baño, o el desoiré del vestíbulo es la nuestra. Pero uno siempre piensa que es distinto, no el que es. Elige mirarse en los ojos de los otros, en vez de encontrarse frente a frente con la realidad, a veces dura, del espejo.Eso viene desde siempre, ya que dicen los sicólogos, que para desarrollarnos con “tutta felicitá”, como decía Gino Niccoletti, mi capataz de hormigón, es preciso tener la mirada de unos padres, que se complazcan con nuestra existencia en este mundo. Menuda tarea nos toca a los papás, además de llevar al párvulo al jardín, procurar su digno sustento, y curar rodillas lastimadas, hacer de espejo. Reconocerán que no hay derecho a pedirle tanto a ningún humano.
Como soy una persona práctica, le escapo un poco a la permanencia frente a los espejos. No es que no me mire nunca, eso no. Pero cuando tengo puestos los anteojos para la presbicia, que me permiten cortar sin accidentes las uñas de los pies, y levanto la mirada hacia el azogue, me los quito en seguida, para no sucumbir a la tentación de internarme in aeternum en la clínica de Pitanguí (aunque sea virtualmente, porque más que para tintura y corte en lo de Átomo Perusino, el peluquero de Parque Chacabuco, el presupuesto no alcanza).
Es sábado, y tengo un tiroteo amistoso con las “chicas” de la facultad (difícil espejo, si los hay). Me visto procurando agradar a las que me conocieron hace más de treinta años atrás. Y recurro, a guisa de espejo, a las miradas familiares, en busca de diversas aprobaciones espejadas.
Comienzo por el que tengo más a tiro: mi sufrido cónyuge. Para él, que va camino a convertirse en diplomático, me veo bien y ese conjuntito tejido que me compré en el verano del dos mil, me queda bárbaro, no cree necesaria una renovación de vestimenta (espejo ahorrativo de disgustos conyugales y de presupuesto).
Llega Meche y me dice: -¿Cómo se te ocurre ponerte eso? ¿Te colocaste vos los ruleros? ¿No tuviste tiempo de pintarte las uñas, mami? (espejo adolescente inductor de autoestimas maternas en descenso).
Fernando, sentado a la mesa de la cocina frente a sus milanesas con puré, masculla un…mmmmgfjk, al que le asigno carácter de espejo aprobatorio, ya que un varón de trece con la panza llena de milanesas cocinadas por su madre, no sería capaz de hacer las veces de espejo crítico.
A esta altura no puedo fiarme ya de ningún espejo humano y vuelvo al cristal. Tan mal no me veo, sobre todo ahora, que me puse los de ver de lejos.
Beso a mi mamá, espejo casi mudo, pero bendigo a Dios porque en ella veo la misma mirada aprobatoria, que me mantuvo de pie siempre, aún en las peores tormentas y le agradezco con un guiño, mientras parto rauda, al encuentro con las chicas.
Ahí descubro que ese es un espejo tramposo, y divertido. La mesa del restaurante hace las veces de espejo facetado. Cada una de nosotras ve en la otra, a la que fue, y quita la realidad actual de tinturas, arruguitas, kilos demás y agujeros negros, a pesar de ser todas universitarias egresadas y miembros conspicuos de la sufrida clase media. Reímos gozosas, de la imagen renovada que nos devuelve el hoy a través del ayer imperecedero. Somos Ana, Silvia, Adriana, Amy, Lali, Nanni, y Cati (¡Cuántas íes se estilaban antes!).
Me miro en el espejo del “toilet” del restaurante, me pongo derechita y sonriente, y acepto por primera vez, la imagen que él me devuelve. Comprendo por fin que para llegar a ser una señora sabia, debo aceptar como valiosa, mi propia imagen en la luna plateada. Y disfrutarla.

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