martes, diciembre 13, 2005

55-Algopacomé




Ficticia y Sensibilidades
12 de Julio de 2004
"Chico, cara sucia,
apoyada en los cristales de mi auto.
Chico, pura astucia
que consigue entrar al bar de contrabando.
Juntador de cosas que no sirven para nada,
vendedor de rosas de dudosa calidad,
contador de historias de corridas en la cancha,
goleador de arcos que no hay..."
Ese chico- Letra y música: Ignacio Copani


Nunca les conté que tengo un visitante que puebla mis almuerzos de mocos y manitos sucias. Se llama Martín, pero mis hijos le dicen “Algopacomé”. Muchos mediodías llama por el portero eléctrico y pide algo para llenar la barriguita, en el supuesto de que me conmoverá y bajaré para llevárselo. Supone bien el muchachito. Me parte el alma tanto desamparo de poxirrán y manos sucias. Y, aunque sé que no le soluciono nada y que tal vez, mi acción sirve sólo para acallar mi conciencia, bajo con lo que tengo y trato de averiguar el por qué de tanto desamparo, pero Martín cuenta poco y nada. En cuanto tiene lo que pide, escapa a las preguntas y a mis ganas de ver si hay alguien el mundo a quien él pueda considerar como familia. Me deja con la angustia y retorna al otro día, para volver a decir “algopacomé, doña”, para escapar después lo más rápido posible. Como mi dosis de ingenuidad es aún bastante grande acudo allá por fines del verano, al servicio de la Municipalidad de Buenos Aires que dice ser apoyo a la niñez en riesgo.
-102, La línea de los niños.
-Señorita: llamo para informar que en mi barrio da vueltas, desde hace un tiempo, un muchachito de unos doce años, sin casa, ni techo, ni comida.
-Señora: ¿me puede dar sus datos?
-Cómo no, señorita (y ahí va mi nombre y mi teléfono).
.- ¿Sabe dónde vive el chico?
-Señorita, le digo que en la calle.
-Puede preguntarle algo más ¿dónde duerme, por ejemplo?
-Trataré, señorita, trataré, pero si se apostan un mediodía en la puerta de mi casa, lo encuentran casi con seguridad.
-Es que el personal de calle no puede adaptarse a un horario fijo.
-Bueno, voy a ver si le averiguo.
Empiezo a odiar a la burocracia mucho más de lo que ya la odiaba.
Pasa todo el otoño sin novedades. Y ahora, mis caminatas por el Parque Chacabuco tienen un sabor amargo, por estos días de crudo invierno.
El frío cala el alma y los huesos, pero no puedo cejar en mi empeño de mantener la silueta que tanto me costó recuperar, así que con frío o sin él, camino por el verde oasis ciudadano, que ha reemplazado por obra y gracia de la crisis, a las calles de aquel barrio privado, en el que supe tener una casita de fin de semana. El parque tiene la ventaja de que el mantenimiento lo pagamos entre todos los vecinos de la ciudad, y la desventaja de que uno enfrenta realidades tan dolorosas que no permiten disfrutar del todo, los árboles añosos, el rosedal y los sapitos de la fuente.
Una mañana, hace un mes, aproximadamente, encuentro a Martín durmiendo su sueño de pegamento, debajo de la Autopista en el Parque Chacabuco, con un perro a sus pies y sin más abrigo que el calor del perro. Aviso que he ubicado finalmente el lugar donde Martín duerme, a la “Línea de los niños”. Totalmente infructuosa la gestión.
Nadie viene a llevar al muchachito a un lugar abrigado y, si yo hiciera lo que me dicta el corazón y lo trajera a casa, me vería envuelta en complicaciones demasiado complicadas, tanto con los míos, como con las autoridades y la justicia. Mi impotencia sobrepasa mi entendimiento. Vuelvo a llamar, a suplicar que hagan algo, para eso cobran un sueldo, digo. Amenazo con llamar a la radio. La voz que me responde continúa impertérrita. Se ve que no vieron los pelitos ensortijados y sucios, las rodillas del pantalón agujereadas y el color amoratado de la tez, bajo dos grados bajo cero de sensación térmica.
Alguna vez cubrí a Martín con una frazada vieja que al día siguiente desapareció. Pero no puedo quedar sin hacer nada.
Compro dos ejemplares del diario La Nación, que tiene las hojas más grandes y lo arropo con diarios mientras me cae una lágrima de pena. Sigo mi caminata pensando que, por lo menos, Gütemberg y los egipcios habrán contribuido a que un muchachito pase un poco menos de frío en la ciudad hostil.
Y ahora escribo esta crónica. Quizás llegue a oídos de algún funcionario de la Línea de los niños y se compadezca de mi Algopacomé.

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