martes, diciembre 13, 2005

48-Velas blancas en la plaza


Ficticia
5 de Abril de 2004
Nota: Con el tiempo, no estuve tan de acuerdo con los métodos e ideas del gestor de este día, pero cuando escribí la crónica sí lo estaba. La dejo como testimonio.

Hay muchas cosas que están mejor por esta tierra desde que comencé a torturarlos con mis crónicas. No crean que todo está mal y no mejora. De a poco Argentina levanta su cabeza, aunque no resulte tarea nada fácil, pero hay un tema que nos preocupa mucho, sobre todo porque aquí se vivía diferente y en familia, aún en la mayor pobreza. Eso ha cambiado…Llegué a Congreso casi a las siete de la tarde. No me pregunten nada. Un varón, uno de tantos, a quien le habían matado el hijo, resolvió hacer algo y no seguir callado, ni teniendo miedo. Fue suficiente para estar ahí, para decirnos ¡basta!
Aún cuando una no estuviera de acuerdo con todo lo que él pedía, el mensaje era claro: “algo hay que hacer para poder seguir viviendo y no morir un cachito cada día”.
Ni yo misma me lo explico. Proclive en general a ser cobarde, sentí el impulso visceral de defender el nido. De acompañar a ese hombre atormentado y tan sereno a la vez en su dolor.
Sentí el impulso de decir ahí, donde deberían escucharme, que me da pena esta ciudad donde cualquiera es mi enemigo. Me da pena darme vuelta por la calle en cuanto escucho pasos. Me da pena que cualquier adolescente resulte un sospechoso, que no pueda detenerse el estropicio que provocan la droga y el alcohol en este tiempo. Tanto, como que no haya trabajo de verdad para todo el que quiera ganarse su pan decentemente. Decir también que me duele cada día más la boca del estómago cuando los míos salen. Que no quiero resignarme a que vivir así sea algo natural, como una parte del paisaje.
Por todo eso fui al Congreso. Y lo digo sin pudor, aunque me juzguen. Ya sé, me van a decir que el problema es mundial, que acá ha llegado tarde, que esto ocurre en todo el mundo. Pues ¿saben una cosa? Me importa un bledo. Una no cría hijos para perderlos en un segundo aciago. Una quiere sentirse protegida por aquellos que asumieron el compromiso de cuidarla.
Y como yo, éramos cientos de hombres y mujeres que no entendíamos tanto de política, que queríamos vivir en paz y saber que alguien nos vería y querría por fin hacerse cargo. Había mucho jamón del medio en esa plaza, pero también mujeres pobres cuyos hijos muertos no habían recibido todavía la justicia que su dolor pedía. Y otras, tan paquetas y elegantes, que no cerraban del todo en ese lugar y ese momento.
Ciento cincuenta mil dijeron en la radio. Cada uno llevaba una vela blanca en la mano. Las encendíamos con la llama de la persona que estaba a nuestro lado. Fue algo tan fuerte y tan emotivo. Fue sentir que debíamos unirnos en la luz para hacer frente a tanta tiniebla interesada en destruir y corromper.
De esa noche tan especial me llevo ese titilar de velas blancas. Esa cadena de luz y oración multiplicada. Y esa la esperanza de que seremos escuchados y que algo mejor que esta dolorosa realidad sobrevendrá luego. ¡Qué así sea!

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