martes, diciembre 13, 2005

67-Cuesta abajo

Publicada en el Períodico "Desde Boedo" en junio de 2006



Sensibilidades

22 de mayo de 2005


“Si arrastré por este mundola vergüenza de haber sido

y el dolor de ya no ser.
…………………………..
Ahora, cuesta abajo en mi rodada,

las ilusiones pasadas

yo no las puedo arrancar.

Sueño con el pasado que añoro,

el tiempo viejo que lloroy que nunca volverá.”


Cuesta abajo (Tango 1934)Música: Carlos Gardel / Letra: Alfredo Le Pera


Mi madre nació en 1919. Cuatro meses antes, mientras crecía en el redondo vientre de Isabel, mi abuela mallorquina, sufrió el primer sobresalto. No había salido al sol pampeano su carita redonda y dulce y ya sabía de persecuciones y temores. Mi abuelo Marcial, campesino mallorquín que soñaba con una vida mejor para sus hijos, había aprendido por aquí, junto con las primeras letras, el oficio de zapatero mientras se convertía en militante socialista (“no anarquista”, aclaraba mi mamá, con un cierto pudor, cuando me narraba por centésima vez la historia familiar). Y así andaba Marcial por estas calles de Boedo el 12 de enero del diecinueve, con “La Vanguardia” bajo el brazo, durante la huelga de la casa Vassena - en la semana que luego se conoció tristemente como: “La Semana Trágica”- cuando se lo llevaron a la comisaría, por sospechoso.

“¿Sospechoso de qué? ¿De llevar un diario bajo el brazo? ¿Qué puede hacer con un diario?”, decía Isabel, al tratar de convencer al comisario sobre la bonhomía de mi abuelo. El avanzado e interesante estado de mi abuela, unido a sus súplicas y, quizás, a la suave serenidad del imputado, convencieron al representante de la ley de la falta de méritos que implicaba la “portación de palabras” de que se le acusaba y el 13 de enero, la familia, con Aurora más tranquila en su cuna líquida, respiró.
Sin embargo, esos fueron días de muerte en Buenos Aires. En una época de oro del país, la Casa Vassena, perteneciente a la industria metalúrgica, florecía. Sus obreros iniciaron reclamos salariales que desembocaron en muerte y persecución de muchos de ellos, inmigrantes que trataban de defender sus derechos.

La fábrica Vassena, enorme e imponente, era una de las innumerables que crecían por la zona, ya que Argentina conoció por entonces, en los albores del siglo pasado, la dicha de ser considerado “país de promisión y esperanza y granero del mundo”.
Mis abuelos vieron florecer sus sueños. Y con el tiempo fueron un poco menos socialistas. Pero asistieron, orgullosos, a la graduación de hijos y nietos en la Universidad de Buenos Aires, hecho que actualmente se está volviendo casi milagroso para nosotros, por obra y gracia de la debacle educativa y de la crisis.
Una parte de los terrenos de la fábrica han sido tomados por la autopista que nos impuso un Brigadier a fuerza de picota, y otra, por la plaza Martín Fierro. El barrio ha ido adquiriendo, poco a poco, un aire entre amarillo y sepia. Ese aire inconfundible de lo que pudo haber sido y no fue, pero así y todo, hierve de gente que pelea por la vida y la cultura, de gente que sueña, escribe, pinta o participa en grupos de teatro para concretar sueños, quizás otros o quizás los mismos de Isabel y de Marcial. La cuesta abajo continúa: ya no hay fábricas, ni obreros, ni siquiera manifestaciones del Primero de Mayo para cantar “La Internacional”, como contaba Aurora haber presenciado en su infancia o, aunque fuera, “Todos unidos triunfaremos”, como solían cantar en la radio cuando yo era chica.

De la Casa Vassena quedan hoy, en la plaza Martín Fierro, dos muros de ladrillo desnudo. Han sido estudiados por una comisión de arqueólogos urbanos que se dedican a la mágica tarea de poner en valor lo que no tiene precio: nuestra historia. Rodeados por una verja de hierro, están presididos por un letrero de chapa en el que el Gobierno de la Ciudad informa que han sido objeto de preservación histórica por parte de la Legislatura en recuerdo de la Semana Trágica. Los ladrillos, declarados patrimonio histórico, se han convertido en ropero, placard, armario, baúl, como les guste denominarlos. Entre ellos, que guardan ecos de máquinas y trabajo, así como sangre de la Semana Trágica, se encuentran los atados y colchones de unos diez o doce “sin techo”, que duermen a la intemperie en la plaza, y dejan sus pertenencias custodiadas por la arena y cal que fueron testigos de una Argentina cuesta arriba.
Aunque debo decirles que, al igual que la tierra, no me rindo. Contemplo, en esta tarde de sol de otoño, la fuerza vigorosa que emana de ella y aspiro el perfume de las madreselvas, mientras la calesita me arrulla con una “cumbia villera” de dudoso gusto y los chiquilines patean la pelota
como si todos fueran Maradona, y sueño con remontar la cuesta.

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