miércoles, agosto 13, 2008

177- Nada a cambio

Cuando Ángela vino a casa, recuerdo haberte colocado en el balcón, mi azalea florecida, de tal modo que te lucieras ante la visitante que venía de tan lejos.
Era octubre, primavera, y resultaba lógico que te regalaras en los tonos rosados de tus pétalos y en el verde cada vez más intenso de tus hojas.

Llegó el verano, y vos, vos seguías floreciendo. A nuestro regreso de las vacaciones comencé a mirarte con sorpresa cuando por la mañana te descubría un capullo nuevo. Cuando Apolonia y Miguel vinieron de visita, allá por febrero, volví a exhibirte con orgullo, esta vez, junto al enorme caracol que Sebastián nos enviara.

Comencé a pensar en un misterio. En algo extraño que te permitía dar y dar sin menguar en nada tu belleza, sin agostarte en la magnífica entrega.

Ya estamos en agosto, pleno invierno, y vos, rebosante de flores, como si tu fuerza surgiera de las entrañas mismas de la vida.

No hay otra explicación porque me confieso abiertamente una jardinera muy poco dedicada. En este tiempo de la madurez por el que transito me gusta más regar papel, bibliotecas y palabras que ocuparme intensamente de las plantas. De modo que con estas líneas que te escribo intento, a mi modo, podarte y desbrozarte. Es bueno que nos digan: “yo, te miro”, “te bendigo”, “doy gracias al Señor o a la Vida porque existes”. Por eso, por espléndida, magnánima, por próvida y benéfica te doy gracias, azalea. Porque me das todos los días la lección que quisiera aprender antes de irme: que el dar sin esperar a cambio –y me refiero, sobre todo, a dar-“se”- es lo que convierte a las personas en más bellas y, contrariamente a lo que el común cree, no mengua su virtud, sino que las hace florecer hasta límites insospechados igual, igual que a vos, mi azalea generosa.

Cati Cobas

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