domingo, agosto 13, 2006

98-De bañaderas y dinosaurios (Excursión al "Parque Nacional Sierra de las Quijadas" San Luis)














Si he de ser sincera: no tengo remedio. Ni derecho a enojarme cuando mis hijos me llamen “dinosauria”. Me lo merezco. Reconozco que me ocupo de abonar sus teorías por el hecho de admitir -y hasta vanagloriarme- de haber conocido un mundo de radio y máquina de escribir con teclas, teléfonos sin ellas y música en discos de pasta y Wincofón, mientras que su padre, mucho más astuto que esta servidora, sufre de amnesia al respecto y la conserva solamente para admitir que vio a “Los Matadores” en la sede original de su club (San Lorenzo de Almagro), ocupada desde hace siglos por un supermercado francés. Reconozco, también, que sólo a mí se me ocurre comentarle, con espíritu un tanto crítico, a Juan Carlos, el guía que nos condujo en esta excursión al Parque Nacional Sierra de las Quijadas, que su vehículo y costumbres eran propios de la era de las “bañaderas”.
¡Si yo no viajé nunca en ninguna! ¡Puedo jurarlo!
Sabrán los lectores de otras áreas del mundo, que ése era el nombre de unos vehículos colectivos sin vidrios, y con aspecto de bañera en su parte inferior, que allá por los cuarenta del siglo pasado, empleaban las clases populares por aquí para ir de picnic. Según mi mamá, era muy lindo esto de hacer picnic en bañadera. Se preparaba el cesto con las viandas, y se viajaba en esos vehículos hasta alguna quinta en los alrededores de Buenos Aires junto a, por ejemplo, los miembros de la Casa Balear, del Centro Asturiano o del Sindicato de Empleados de Comercio. Los viajes incluían cantitos alusivos, mate compartido y algún romance “de ojito y espejo de polvera” de lo más divertido.
Pues bien, cuando contratamos la excursión con la “Empresa Valle Anillado” y leímos las bondades que nos prometía el folleto (refrigerios generosos, aire acondicionado, guía especializado) no pensamos jamás que el viaje a un lugar increíble, por cierto, sería digno de esa época. Pero tuvo todos los ingredientes para quedar en los anales de los medios de comunicación como prototipo del turismo antediluviano.
Comenzaré por chofer y guía: chofer mudo y berrinchoso y guía rubicundo, gordito y dicharachero. Pasaje variado: parejas jóvenes con niños, gente de mediana edad, como mi marido y yo, nuestro adolescente encubierto (encubierto por un gorro negro encasquetado hasta la nariz y anteojos ídem) y las tradicionales ancianas que suelen hallarse en el primer asiento de todos los vehículos de excursión en todas partes del mundo.
Hasta ahí: nada que decir. Sólo que Ana, mi viajada amiga, que me dijo antes de partir: “¡No te pierdas Sierra de las Quijadas!” no me advirtió que para llegar necesitaríamos cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, y mucho menos que el vehículo no andaría bien de suspensión.
Para colmo, nuestro hotel fue el último en ser visitado, y por lo tanto, al ascender al ómnibus, quedaban dos asientos en el fondo y uno, vecino a una ancianísima señora, sentada, como ya dije en primera fila. Al ver el panorama, Fernando, mi hijo, masculló, señalando la geriátrica posición: “¡Ahí no voy!” a lo que su padre farfulló un generoso: “Andá a sentarte con tu madre al fondo”…
Hay que reconocer que los jovencitos tienen un séptimo sentido para detectar incomodidades, pero en este caso, nos equivocamos al permitir que mi marido se sentara en el primer asiento porque la señora resultó un tanto “confundida”, así como repetitiva, y no dejó, durante las casi cuatro horas que duró el trayecto de ida, de preguntarle a mi marido si íbamos a Luján, si la Virgen nos recibiría, si no creía que el chofer estaba errando el camino, de comentarle cuanta vaca, chivo o liebre saltó por delante y por detrás, en fin no dejó de convertir en tortura el paseo que debió ser absolutamente placentero. Conste que a una no le gusta que torturen a nadie, y menos a su cónyuge, y que Fernando, con su "mp3", hubiera sido un mejor compañero para la honorable anciana, ya que ni siquiera la hubiese escuchado, de la misma forma en que no me escuchó a mí y a mis exclamaciones ante la magnificencia de un paisaje de sierras árido y extenso como nunca había visto.
A todo esto, mi estómago comenzaba a gruñir famélico. El desayuno había quedado atrás y me regodeaba con el suculento entretiempo que nos vendiera la agencia … ¡Menos mal que, previsora, había llevado agua y galletitas, porque luego de las explicaciones de rigor, pasó Juan Carlos ofreciendo una única medialuna minúscula y un mini café a cada pasajero, lo que nos hizo abrir los ojos de frustrado desconcierto e inanición!

Pero…ya llegábamos a destino y éste valía los inconvenientes pasados y los que todavía sobrevendrían.

Es muy difícil relatar risueñamente algo que nos conmueve. Y ese lugar conmueve profundamente – mi amiga Ana tenía razón: era naturaleza “a lo bestia”- porque en sus rojos farallones, esculpidos por el viento, puede leerse la historia de la Tierra. Porque de pie sobre los acantilados, nos sentimos en un anfiteatro que ofrece la visión de un lugar increíble: el Potrero de la Aguada, donde se encontraron huellas de dinosaurios, troncos y raíces petrificadas, así como pruebas rotundas de que alguna vez ese lugar estuvo cubierto por las aguas.
Contra mi costumbre habitual, enmudecí. Subí mis ojos al cielo más azul que contemplé en mi vida, y dejé llevar mi imaginación febril a los tiempos en que en el lugar se escondían los bandidos rurales a los que les cantara León Giecco, ya que Bairoletto y sus “colegas” -especies de Robin Hood del desierto- se escondían en los huecos hollados por el viento y se alimentaban de las reses chúcaras que daban vueltas por el Potrero, dejando los huesos de las quijadas como prueba de su yantar, de ahí el nombre del lugar. Me olvidé de los sinsabores de la ruta y me dediqué a disfrutar de este paraje que merece, sin duda, el resguardo de haber sido declarado Parque Nacional y de estar peleando por nominarse como “Patrimonio de la Humanidad” por la UNESCO como tantos bellos lugares de mi país.

Ahora, nuestro guía, que había prometido una visita tranquila, con detenimiento, parecía “El Correcaminos”. Le había entrado una febril motricidad y reptaba, subía y bajaba a velocidades increíbles mientras sus sudorosos acólitos procuraban seguirle el ritmo. Tendrían que haber visto a la compañera de mi marido agarrándose de los espinillos para sortear los desniveles del terreno y preguntándonos en qué momento llegaríamos a la gruta de Nuestra Señora…El gordito traspiraba al sol del mediodía y contaba por enésima vez lo que se sabía de memoria. Y una pensaba que a esos sitios sería bueno ir sin guía. Sola su alma, aunque corriera el riesgo de que su quijada pasara a formar parte de los fósiles jurásicos.

Parque de las Quijadas es tan desierto que no tiene agua, por lo que me abstengo gentilmente de contarles las vicisitudes “desaguadoras” de todos los peregrinos en el único baño “a balde” que se encuentra ahí. Aunque, insisto: vale la pena pasar por todo con tal de ver lo que vimos.

Una vez “desagotados” como pudimos, se emprendió el regreso a Villa de Merlo. Ahí comenzaron las verdaderas dificultades porque se rompió el micro que viajaba delante del nuestro y ¡todo el pasaje subió a nuestro vehículo! Ya no era una bañadera. Era un sauna, ¡un baño turco! Gente que brotaba por todas partes y nos colocaba su trasero en las narices durante varias horas. Otra vez un único mini sandwich por persona y un vaso de gaseosa como almuerzo. Inenarrable y hambrienta experiencia, si las hay.

Contagiada de las ganas de servir a los demás que tuvieron Bairoletto y sus amigos y extasiada por la belleza de los paisajes que había contemplado, le propuse a mi marido que se ubicara, de regreso, junto a nuestro vástago, y me instalé al lado de la perdida señora del primer asiento. Pude participar, en primera fila, del espectáculo del gordito y su compañero, el gruñón chofer, que no se inmutaban por nada y se dedicaban a sorber mate tras mate acompañados por todas las medialunas y sándwiches que debieran haber sido deglutidos por los viajeros, (y que por timidez o hiper-educación no les fueron reclamados), a lo largo de las cuatro horas de regreso, así como del nuevo repertorio de mi compañera, que variaba entre: “¿Mucho viento, no?” y “¡Qué bonita pañoleta, señora!”. Es que mediante el mismo método persuasivo que utilizo para comunicarme con mi afásica madre, logré hacerle entender a la noble señora que esa excursión no iba a Luján, y que a lo sumo tendría que conformarse con mirar desde la ventana una hornacina en honor de la Difunta Correa que habíamos visto en un cruce de caminos.

Finalmente, cansados de pasar hambre, viendo que el guía no compartiría viandas, y sin ánimo de entrar en discusiones y reclamos, los pasajeros optamos por comportarnos como en la época en que mi mamá iba de picnic: sacamos los termos y los mates y compartimos, entre todos, lo poco que llevábamos. Hasta cantamos La Marcha de San Lorenzo con la letra cambiada, como en los años cuarenta: “Febo asoma…punto y coma…los zapatos de mi abuela son de goma…”.

Díganme, amigos, si no tuve razón al decir que este periplo a la tierra de los dinosaurios en mi tierra es más digno de una bañadera, que del turismo confortable que nos prometía la Empresa Valle Anillado.

Cati Cobas

http://www.bertonih.com.ar/ (Cosas antiguas muy divertidas)
http://www.welcomeargentina.com/parques/quijadas.html

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