martes, diciembre 13, 2005

23-Baticati y Eliróbin en el laberinto



Ficticia
23 de Marzo de 2003

Amigos míos, mi crónica de hoy es medio trágica, porque hace una semana la miseria golpeó a mi puerta. No venía a llevarme, todavía, pero sí a pedir ayuda.
Elisa, una muchacha que había trabajado en casa cuando mis niños eran pequeños, y que dejó de hacerlo por una enfermedad de la que está controlada, me contaba, llorando, que la habitación del inquilinato en que vivía, se había prendido fuego en su ausencia y con ella, su madre nonagenaria que, en ese instante, estaba internada en terapia intensiva en el Instituto del Quemado.
Deberían conocerla. Elisa es tan pintoresca como su ex patrona. Mis hijos la aman, porque de pequeños, ella dejaba todo y jugaba como una criatura. Bien los recuerdo, hace unos años, danzando a su alrededor una danza india, mientras la sonora carcajada de la rehén atada en una silla, atronaba el aire de mi casa. Tiene una risa rara y fuerte, que a muchos choca, y una ternura infinita en sus actos, la ternura de aquellos que ya no tienen nada que perder.
Si bien realizó en los últimos años trabajos domésticos, ostenta con orgullo, “estudios secundarios completos” y un curso de peluquería que abandonó por una lucha titánica contra el tema teórico “El folículo piloso” en el que la bocharon reiteradas veces. Los machucones de la vida y, quizás, una madre demasiado castradora, la han ido sumergiendo en la pobreza y, lo que es peor, en esa enfermedad que no le permite trabajar. Vivían madre e hija de una pensión de la mamá y de algún otro subsidio que los Servicios Sociales les dispensaban.
Y estaba ahí, contándome la tragedia y diciéndome que habían perdido absolutamente todo. Y cuando digo todo es: todo. Documentos, comprobantes de pago, ropa, enseres, fotografías había sido consumido por las llamas. Elisa venía luchando sola en el hospital para que las asistentes sociales la ayudaran infructuosamente a cobrar la pensión de su madre cosa que, sin documentos, el gerente del banco se negaba a autorizar.
Buenos Aires en otoño, mientras tanto, estaba concentrada en esta guerra espantosa que asusta e inmoviliza y nadie reparaba en nosotras, que nos disponíamos a librar nuestra propia batalla.
No fue fácil, se los aseguro, luchar contra la desidia y la burocracia, contra el prejuicio y el desinterés. Elisa era una persona que no estaba entera, y hasta el momento de mi aparición en el hospital una pobre de solemnidad.
Por otra parte, daba la sensación de que la madre moriría en cualquier momento y pretender hacer un documento de una supuesta moribunda era algo inconcebible en los “Servicios Sociales”, pero sin ese documento , mi protegida no podría realizar un solo trámite, un solo pedido de subsidio, simplemente era arrojada a la calle sin contemplación.-¿Cómo le van a sacar documento en ese estado? ¡Además, no tienen foto!
-Si señorita, foto tenemos, porque para la Comunión de mi hija la señora estuvo invitada y me he ocupado de convertir la foto familiar en una de carné por el sistema digital- repuse muy seria.
La empleada comenzó a ponerse verde.
- ¡Pero el médico no va a autorizar el ingreso de personal del Registro Civil a Terapia Intensiva!-¿Usted necesita una autorización del médico?
Ahí partimos Baticati y Eliróbin a entrevistar al facultativo, que, medio dormido aún y mucho más generoso que las que debían asistirnos socialmente, firmó y selló la orden que blandimos, victoriosas ante la representante de los derechos de los desgraciados.
-No me puedo comunicar con el Registro, así que vuelvan mañana.
-Déme una carta para ellos y la llevamos personalmente ahora, señorita, se lo ruego.
No le quedó mas remedio. Esa sesera estatal se exprimió hasta producir un texto manuscrito con la orden para realizar el tan ansiado documento de la honorable anciana que se debatía entre la vida y la muerte.
Y partimos rumbo a la segunda fase de esta guerra pequeñita: Operación DNI.
¡Otra vez arroz! La jefa del Registro estaba en una auditoria. Nos “sugería” concurrir a otro, porque no disponía personal para un trámite domiciliario.
Pero ya a esa altura, Baticati y Eliróbin comenzaban a sentirse poderosas. Buscaron en el lugar a la “Defensora del vecino” y con ella de la mano salieron triunfantes del Registro con el ansiado papelito que aseguraba que la señora semimuerta había existido y, por lo tanto podía hacer el gerente del banco el pago de la pensión y continuar Elisa su lucha por otros laberintos de nuestra insegura Seguridad Social.
La cara de la asistente hospitalaria cuando nos vio regresar era más fea que el Guasón y el Pingüino juntos al ser derrotados.
Como verán amigos, esta modesta batalla cotidiana me ha dejado, pese a todo, buen sabor de boca, como diría Daniel el Travieso, porque mi querida Elisa ya se está reorganizando y, lo que es mejor aún, la moribunda ha resucitado. Lo que en este caso es una bendición, porque nos dará tiempo para que todo se acomode y la Seguridad Social deba seguir asegurando el porvenir de Eliróbin y su honorable y ancianísima progenitora.

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