martes, diciembre 13, 2005

43-Quelonios folkloristas





Ficticia y “La Cita”, periódico del Banco Banex, junio de 2005


14 de Diciembre de 2003



Una de las tareas que realizo en forma rutinaria todos los meses del año es concurrir al banco para cobrar la jubilación de Doña Aurora, la autora de mis días.
Eso me permite mes a mes observar a los sufridos jubilados y pensionados de mi barrio.
Imaginen ustedes un salón con diez cajas y doscientas sillas para que los viejos esperen sentados a que llegue su turno. A decir verdad, aunque no se puede generalizar y hay muchas ancianidades de lo más honrosas, sanas y activas, otros muchos de nuestros abuelos esperan sentados todo el tiempo: que les aumenten la jubilación, que los hijos se hagan cargo, que los nietos los visiten. Muchos van quedando en la espera, pero algunos viven tanto, pero tanto (sobre todo las mujeres) que llegan a parecerse a los seres del reino animal característicos por su longevidad: las tortugas. Un poco por haber perdurado, otro poco por la forma de inclinar sus cuellos y un mucho por esa expresión cansina del que está aburrido de ver demasiadas veces la misma película siento, cada vez que entro al banco, la extraña sensación de encontrarme con alguna extraña comunidad de quelonios humanos.
Hasta ahora esa contemplación me sumía en nefastos presagios acerca de mi propio futuro como honorable anciana. Aprovechaba el tiempo de espera para que el cartel señalara mi turno pergeñando salidas elegantes a mi propio destino “tortuguil”. ¿Masajes? ¿Cremas? ¿Gimnasia sueca o yoga? ¿Paseos con el Centro de Jubilados? ¿Un curso de aeroboxing?
No van a poder creer cuando les diga quién aportó la solución y despejó mis temores de una vejez con caparazón a cuestas: el gerente del banco.
¡Sí! El mismísimo gerente que, cansado de protestas y lamentos por no poder atender a la gente con más celeridad, adoptó una medida que data de los tiempos de Nerón: mientras aguardaban los jubilados por el pan (o pancito), les armó el Circo.El mes pasado nos encontramos con un apuestísimo joven que, guitarra en mano y micrófono al frente, la emprendió con un repertorio del folklore argentino digno del festival de Cosquín. Lo mejor es que, además de apuesto, era versátil. Nos hizo recorrer toda la geografía del país: comenzó con carnavalitos norteños y continuó con chamarritas y chamamés del litoral y hasta alguna milonga surera. El ambiente fue caldeándose y los viejos comenzaron a esbozar una tímida sonrisa y a enderezar los cuellos. Después desgranó el músico unas cuecas cuyanas y nos sorprendimos unos a otros moviendo los pies en los asientos y batiendo alguna palma con prudencia. En eso se llegó al climax cuando al compás de la “Zamba de mi esperanza” se armó un coro. Un coro de abuelos folkloristas. Ya no eran quelonios. Ya no tenían aspecto de tortugas. Sus miradas volvían a tener brillo, los pies vitalidad y todos, pero absolutamente todos nos habíamos olvidado del objetivo común que nos había llevado a la institución bancaria. Es más, cuando a uno le llegaba el turno de cobrar, cobraba y volvía a sentarse, no quería perderse el espectáculo.
Este último mes volví a encontrarme con el guitarrero y todo se repitió como la primera vez. La magia de la música de nuestra tierra hace renacer a todos, aún a tanos y gallegos acriollados, y convierte a los quelonios, en ancianos dignos, de expresión y actitud esperanzada, a pesar de todo.
Les cuento que, como soy muy previsora, ya me compré unos cuantos cidis de Los Chalchaleros más alguno de La Negra Sosa y otros de Tarragó Ross y la Parodi, además de anotarme en un curso de danzas regionales. Así, tal vez, en unos años, no deba depender de la generosidad del gerente de un banco para recuperar mi estampa diquera y cajetilla.

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