miércoles, agosto 22, 2007

142-La felicidad es un racimo de tomates



No me cabe duda que estarán pensando que me he vuelto totalmente deschavetada.
Y ya dirán ustedes que si me inscribo en un curso de Filosofía Existencial, mi calificación final será un menos uno. Razón pueden tener, mis queridos lectores, pero en los últimos tiempos mi escala de valores, que ya de por sí no pasa por donde corre la de muchos mortales, está sufriendo cambios inauditos al compás del ida y vuelta que se está estableciendo con mi familia recuperada al otro lado del “charco”.

Y estoy segura de que cuando terminen de leerme, coincidirán con el título de esta crónica.

Para que me comprendan mejor debo recordarles que mi papá fue siempre amante de la tierra, a pesar de que se dedicara a llevar contabilidades a lo largo de toda su vida. Su esencia, su mismidad, era campesina o, para decirlo con mayor propiedad, “payesa”, que así se denomina al habitante del campo allá, en Mallorca. Y, quizás por eso, siempre sentí atracción por la naturaleza, por el olor a la lluvia en la tierra o por los brotes recién amanecidos en primavera.

Imaginarán ustedes mi alegría cuando comprobé que, más allá de títulos y honores, mi primo Sebastià hace del empeñoso cultivo de una huerta familiar, el motivo de muchos de sus desvelos cotidianos. Él me cuenta, con orgullo inaudito para los tiempos que corren, que ha recuperado, al mejor estilo Winston Churchil (sangre, sudor y lágrimas), un molino que extrae agua a la manera antigua y hasta ha tenido la osadía de hacerme escuchar, vía telefónica, su sonido. Ese canto eterno, que habla de tesón aplicado al máximo para que de la piedra y de la roja tierra campanera, broten las verduras como lo hacen desde tiempo inmemorial. Pronto pude contemplar, en fotografías, el fruto de su esfuerzo: unos increíbles tomates en racimo que aquí no se conocen habitualmente, por más que, en realidad, provengan de tierra americana. Su mujer y sus hijos custodiando una cesta rebosante de frutos me hicieron imaginarlos, vitales y felices, en este verano tan especial allá, en la isla.

Pero nunca, ni en el mejor sueño, pude prever lo que seguiría a continuación, porque hace unos días alguien dejó en la puerta de mi casa un envío que tenía por origen la Roqueta. Pensé que se trataría de algunos libros a los que ambos somos tan afectos, pero cuando lo abrí hallé, entre música y revistas, un racimo de tomates envuelto, primorosamente, en algodón. Estos temerarios viajeros no llegaron solos. Traían, además, sal en grano, recogida entre las rocas y una botellita de aceite de oliva. Todo con la consigna de que el envío debía servir para preparar “pan con aceite y tomate”, el mismo que durante tantos años fue el desayuno de mis abuelos emigrantes, el mismo que disfruté junto a mi padre tantas veces en estas añoranzas desde la otra orilla.

Esos frutos de la tierra fueron un símbolo perfecto para hacerme sentir incorporada definitivamente al lugar de mis mayores, a ese sitio del que he sido trasplantada aquí, a la vera del Plata.

Y para cerrar el círculo, para sanar con velocidad inaudita las distancias, hallé, en el fondo de la caja, una bolsita con almendras. Ésas que suelo citar cuando digo de mi raíz mallorquina enquistada en éste, mi corazón tan criollo y tan tanguero.

La emoción no me abandona desde aquel memorable día de junio en que la voz fue la saeta. Es la que surge de recuperar lo que se creía perdido para siempre.

Por eso, en una ceremonia que sólo puede comprender aquel a quien le importen las cosas de la vida que no tienen precio, puse el racimo de tomates en una escudilla de madera tallada por papá durante su tiempo de cosecha. Y junto a ellos, en dos vasijas de barro que conservaron Isabel y Marcial, mis abuelos maternos, coloqué la sal y vertí el aceite para aprovechar la magia de la informática y plasmar el instante en forma digital, enviándolo, de regreso, a la isla.

De ese modo sentí que el mensaje de los tomates viajeros haría un ida y vuelta que, como la rueda del molino, continuara sacando agua de la buena tierra para las generaciones que nos sigan. Creo que así será porque están llegando noticias de los jóvenes que quieren ayudar a construir un árbol genealógico frondoso como pocos, de modo que abarque a todas las generaciones nacidas a su sombra.

¿Comprenden ahora, amigos, por qué para mí, en estos días, la felicidad es nada más -y nada menos- que un ramillete de tomates?

Cati Cobas

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuanta emoción y dicha transmiten tus palabras, casi la misma que sentimos tus lecotres al leerlas, Cati, te admiro y envido por haberte encontrado con tus raíces de esta hermosa manera.
Susana

Anónimo dijo...

de verdad que parece de cuento. La realidad supera la ficcion una vez más
te quiero mucho
ángeles

Lola Bertrand dijo...

Pues si , Cati, la felicidad es un racimo de tomates, un trozo de tela, la voz de un amigo...
Es un placer leerte y compartir contigo.
Abrazos del mar
LolaBertrand
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