martes, diciembre 13, 2005

76-Una guerra de dos mundos



Archipiélago

Martes 6 de septiembre de 2005 a la tarde

Silencio, señoras y señores… no hagan ruido. El plomero está aquí a unos pasos y en cualquier momento puede estrangularme.
Escribo este informe catártico desde el mismo lugar de los acontecimientos: mi propia y desvencijada casa.
Los ruidos que provienen de mi baño me inquietan y alteran de tal modo que mis dedos vuelan sobre el teclado de la computadora mientras trato de poner orden en mis alterados pensamientos, así como en mis pérfidos impulsos asesinos.
Acabo de darle de almorzar al hombre dado que he decidido hacerlo prisionero hasta que finalice la tarea que debiera haber finalizado hace quince días. Hasta que no termine de colocar el último artefacto de esta casa no sale nadie, pero nadie, que tenga que ver con mi baño. En el momento en que aderezaba la comida pensaba en cicuta o cucarachicida, pero las cárceles en mi país no son para redimir personas, así que sólo opté por el queso rallado para los fideos con manteca. Ustedes dirán: “esta mujer se ha vuelto loca”. El problema no tiene la magnitud que ella le da. Es ridículo plantear las cosas así. Si llegan al final de mi relato ya me darán razón, amigos míos.

Mes y medio hace de la medianoche en que ataviada con bata y ruleros, podría jurarlo, bajó a la puerta del edificio la señora que vive en el séptimo piso, justo debajo de mis pies, y buscó en la batalla naval que implica toda grilla de portero eléctrico hasta el fatídico encuentro del 8 con la A: ¡Hundido! debió gritar en ese instante. Así empezó para los que en el octavo A vivimos un calvario interminable hecho de arena cemento y caños y que ha traído, por añadidura, la irrupción de Cacho, el plomero cordobés, en nuestra vida. ¿Digo nuestra? En realidad en mi vida, ya que en esta casa somos dos los que la vamos de guardavallas: los goles cotidianos los ataja esta servidora y los penales quedan para el jefe de la familia. Quien haya sido guardameta sabe que el acoso permanente de los wines agota tanto o más que encontrarse cara a cara con Pelé de vez en cuando.

“Buenas, doña” bramó el morochazo engominado poniendo sendas gigantescas manazas a ambos lados de la puerta de entrada de mi departamento. Me llamo Cacho, soy plomero, y me manda el administrador para ver de dónde le pierde el agua. Lo de plomero me pareció un eufemismo y a mí el agua, por suerte, no me perdía por ningún lado, pero a las ocho de la mañana no íbamos a andar con literalidades así que lo conduje, lo más serena que pude, al baño.

Cacho contemplaba el piso mientras se rascaba la cabeza y yo, que para mayor desgracia tengo como profesión la arquitectura, intuí de inmediato que la rascada de testa no obedecía a la presencia de caspa ni seborrea: era una forma de atraer a las ideas para comenzar a entender cómo se superponían los baños en este edificio. Sugerí entonces: “¿Y si tuviéramos el plano de Obras Sanitarias?” “Buena idea”, repuso Cacho aliviado. Pero algo debo hacer para que el agua no continúe saliendo: debe ser el agua fría de la ducha. Admirando sus dotes adivinatorias le dije: “¿cómo sabe?” A lo que respondió: “por algo hay que empezar”. Escuchar eso y clamar por la presencia del administrador fue todo uno. No hubo caso: si no quería verme envuelta en líos y demandas judiciales, Cacho debía abrir piso y paredes en busca de la fuga acuífera. La idoneidad no era trascendente, lo importante era que la señora de abajo supiera que se ocupaban de ella al escuchar el son de la maza y el escoplo.

Cacho cortó el agua y comenzó a horadar piso y paredes de mi baño lo que trajo aparejada la conformidad de la vecina inundada y el desquicio de la señora del segundo A que quedó sin agua en su departamento durante un mes, hecho que nos volvió una suerte de aliadas en la desgracia.

Estas circunstancias sacan de dentro lo mejor o lo peor del individuo y uno conoce a las personas en su verdadera magnitud. Una cosa es la señora que nos contaba acerca de cuánto añoraba a su difunto esposo, y otra muy distinta es la desgreñada mujer que nos golpea la puerta del departamento a las seis de la mañana porque quiere darse un baño. A ella, Cacho la conformó con una manguera que le proveyó agua desde una canilla colocada en la pileta de la cocina del encargado, con lo que se estableció entre el portero y la mujer una especie de cordón umbilical acuífero y solidario. Temo que la señora ya no clame más por el pie diabético del difunto y se aboque a degustar las empañadas santiagueñas de mi morrudo encargado.



De ahí en más, y tras la búsqueda infructuosa del manantial edilicio, me aboqué yo a tramitar un plano que debió existir pero que no apareció en los anales de quien administra el consorcio. Así, luego de una larga semana de espera, y munidos del plano correspondiente, llegamos a la conclusión de que había que reemplazar toda una cañería de bajada general lo que implicaba que mi baño debía ser atravesado por completo por una nueva cañería que reemplazara la obsoleta.

Mi desesperación fue en aumento en proporcionalidad directa a la evidente dificultad de Cacho para moverse en un departamento. Era verdaderamente una guerra de dos mundos: el mío, jamón del medio, pisos de pino Tea difíciles de reponer en estos tiempos y paredes que a mi pobre marido le había costado un Perú dejar inmaculadas y el de Cacho que contando con pisos de cemento y un precario retrete en su casilla del Bajo Flores me tachaba de “exigente” por ponerle caminos de cartón corrugado para no arruinar el parquet.

Lo peor es que no sé si para mi suerte o mi desgracia he sido dotada con el don de la empatía y al ponerme en el lugar del otro se me hace dificilísimo enfurecerme o considerarlo idiota. Yo comprendía que Cacho, con una ristra de hijos por alimentar, necesitaba el trabajo -además era bastante simpático y entrador el fontanero- pero simultáneamente, sabía que no le daba el cuero para encarar una faena tan complicada y por otra parte ya se me había informado que por haber retirado el anticipo no había otra posibilidad de recuperar un baño que este buen hombre.

Ante los hechos consumados, y luego de una serie de cavilaciones, decidí que la única solución que me quedaba era colaborar con el enemigo.

Por eso hace un mes he cambiado de posición en la cancha de la vida: me he vuelto defensora en vez de guardavalla, y he marcado de cerca a mi sublime tormento en la fusión de cada tramo de cañería, cada corte, cada devanada de seso y rascada de mollera, quitado cada noche las protecciones del piso para que mi madre pudiera retirarse a sus aposentos de los que la sacábamos soñolienta antes de la llegada del plomero (una vez cubierto el piso a ella le resulta imposible caminar sobre cartones), barriendo canto rodado, cemento, piedritas hasta que toda la cañería quedó instalada y llegó el momento de la cosmética: reponer piso, azulejos y artefactos.

A partir de ese instante tomé a Cacho por rehén porque tiene la costumbre de salir a almorzar y volver al otro día. Le he dado de almorzar, merendar y de cenar. Le he comprado arandelas, tuercas, pastina y todo cuanto necesita para acelerar su trabajo. Hasta le he prestado la radio portátil para templar su ánimo al ritmo cuartetero que tanto le gusta. Por eso les escribo desde el lugar de los hechos, mientras contemplo, desesperada, cómo el mastodonte trabaja contraviniendo todas y cada una de las reglas del oficio y de la lógica más simple. Cómo coloca primero las baldosas de la entrada y queda arrinconado en el fondo del baño sin poder salir, cómo inunda el baño al dejar sin poner el tapón de uno de los caños y subir a la azotea a cortar el agua, cómo, finalmente, al tratar de colocar el zócalo rompe los azulejos existentes.

A pesar de todo, el baño está recobrando su funcionalidad y por ahora no pido nada más: me conformo con recuperar mi intimidad y no tener que compartir el minúsculo baño sin ducha que mi habitación posee. Sueño con un día de mi vida sin los crujidos de la arena en mi parquet, sin el rancio olor con que la presencia del cordobés plomero ha impregnado toda la casa. Ya no me importa ni el bidet rajado por impericia, ni los cerámicos nuevos abollados. Sólo quiero que se vaya, no volver a verlo nunca jamás.

Martes 6 de septiembre de 2005 medianoche

Agotada contemplo el baño y miro con ternura el inodoro, la bañera. Barro, limpio, trapeo por enésima vez el parquet arruinado por las pisadas y el cemento y me digo que tengo que animarme, que por fin Cacho se ha retirado de mi vida.
Mi nueva lucha será porque el Consorcio abone todo lo que él ha dejado en malas condiciones, pero no quiero volver a verlo. El baño funciona y cuando tenga dinero haré reparar los daños y pasaré la factura a mis vecinos.
…………………………………..
Madrugada del miércoles 7 de septiembre

Suena el teléfono. Es Cacho. La mujer lo echó de la casa porque no cree que en la última semana él haya estado trabajando dieciséis horas seguidas en ningún lado. Alega que debo explicarle a ella que es verdad lo que su compañero le dice, que ha sido mi prisionero alimentado a fideos con manteca y manzanas deliciosas en pos del sublime objetivo de la recuperación de mi bendito baño.

Trato por todos los medios de convencer a la mujer de la veracidad de las justificaciones de su esposo y finalmente lo logro. ¡Qué alivio! Por un momento pensé que tendría que hacerle a Cacho un lugar junto a la cama de la nonna.

No hay comentarios.: