martes, diciembre 13, 2005

39-A la sombra del árbol genealógico





Ficticia


4 de Noviembre de 2003


Los árboles son una presencia constante en mi vida. Tomás, mi padre fue un campesino transformado en ciudadano a través de la inmigración y el estudio, pero hacia el fin de sus días se jactaba de haber cumplido todos los objetivos de un hombre de bien: había escrito infinidad de libros…de Contabilidad, tenido un hijo, en realidad una hija y plantado cientos de árboles, tanto higueras y almendros mallorquines como eucaliptos y tilos pampeanos ya que no hubo nunca pedacito de tierra que no tratara de sembrar en cuanto caía en sus manos. La vida me lo ha devuelto en una hija estudiante de Diseño de Parques y Jardines, así que continúo muy familiarizada con este tema de las “especies” y las “familias”.
Caigo en la cuenta de todas estas cosas mientras camino por la ciudad adornada de flores azul celeste ya que noviembre en Buenos Aires es mes de jacarandaes. Vuelvo a casa y consulto a mi diccionario vegetal ambulante: “decíme, Mechi ¿de qué familia es el Jacarandá?” ”Es de la familia de las Bignoniaceas”, me responde mi retoño femenino. Y yo pienso qué orgulloso debe haberse sentido el primer ejemplar de palisandro nacido en estos lares al enterarse de que sus descendientes moran en lugares tan lejanos como la hermosa Sevilla, por ejemplo. Tanto como yo de tener una hija interesada en lo mismo que su abuelo.
En eso, suena el teléfono. Es la tía Isabel. Una belleza de ochenta y seis años de la familia de mi esposo. O sea, miembro conspicuo de mi familia política. La familia política es la menos política de las familias. Es aquel conjunto de personas a las que uno se considera con derecho a criticar porque son la familia del “otro”, sin darse cuenta de que uno también es la familia del otro por el simple y banal hecho de haberse unido en matrimonio. Por lo tanto, Isabel se considera con derecho a mandonearme como si fuera de mi propia familia, la de sangre, digo.
Me anuncia que la familia de mi esposo va a reunirse luego de seis años de no verse en un encuentro tribal, asado mediante.
“_Los esperamos el domingo, nena_.” Y yo pienso qué suerte tener alguien que todavía la llame a una de ese modo después de doblado el codo de los cinco cero.
Fuimos más de sesenta en el encuentro, más de sesenta los retoños del árbol de Filomena y Baltasar. Extraña cruza ítalo armenia, que por obra y gracia de esta tierra tan generosa fue recibiendo aportes criollos, alemanes, franceses y españoles de lo más genuinos.Nos recibió un enorme árbol dibujado por una de las biznietas, arquitecta. Presidido por el retrato de los fundadores de la familia en sepia. La Nona, de pie, con su vestido largo y sombrilla de encajes en la mano y el abuelo, bien sentado, con sus mostachos hacia arriba y la mirada aguda de quien ha sobrevivido hasta al genocidio.
De a poco, las fotos pasaban del sepia al blanco y negro y al color, a medida que las ramas se ensanchaban.No crean que fue un fácil reencuentro. A veces uno es más amigo de alguien que vive a miles de kilómetros que del primo o la tía que se encuentran a unas pocas cuadras, pero igual valió la pena. Como dijo uno de los sobrevivientes de la Primera Generación, el tío Osvaldo, “en el árbol sólo hay gente laburante y de bien, que es lo que importa”.Y sentir que se pertenece a una familia, es juntar fuerzas para seguir honrándola.

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