martes, diciembre 13, 2005

52-La despedida de la abuela Ángel (Caticrónica de un velorio)




Ficticia y Sensibilidades

6 de Junio de 2004

La abuela Ángel había nacido en Uruguay, se crió en Argentina, pero siempre aferrada a las tradiciones milenarias de la cultura armenia.
Ella vivía del arte de sus manos. Sabía preparar y vender esos postres almibarados a los que rellenaba con la misma generosidad con que entregaba su vida a los demás.De esas manos prodigiosas, salían además de baclava y kadaif de sutiles sabores, abrigos calentitos para nietos propios y postizos, ropa para el conjunto de danzas de la colectividad, deliciosos manjares, que durante más de treinta años supimos saborear en las fiestas de familia, ya que era la mamá de uno de mis hermanos políticos, a la sazón, el que goza de mi afecto más profundo: mi cuñado Pablo. Discreta, ubicada, gentil y generosa, no peleaba, ni por lo que le correspondía a todas luces. Digno prototipo de la entrega y sumisión características de muchas mujeres de su estirpe y de su raza, a veces, generaba en mí, un poco de rebeldía, bien típica de la sangre española que corre por mis venas argentinas. Y conste que digo esto, desde la absoluta admiración que le profeso. Ella es para mis hijos, la abuela Ángel, la que ponía siempre un regalito para ellos en el árbol navideño y un dulce huevo de Pascua escondido, en algún lugar del patio de la casa de Juanita, mi suegra, otra admirable mujer de la que hablaré algún día.La abuela Ángel se fue y debe estar, seguramente, donde le corresponde, al lado de sus homónimos.Claro que la historia no termina, porque quiero compartir con ustedes la paradoja y el contraste. Su despedida, es digna de esta crónica.
Mis lectores dirán: esta mujer se volvió loca, hacer la crónica de un velorio, pero es que en mi vida había asistido a un velorio como este. Y merece ser contado.
Ustedes no saben cuánto me costó en estos treinta años comprender a los armenios. Ese aferrarse a las tradiciones en la diáspora, de un pueblo que conoció el genocidio, es algo que recién ahora, en mi madurez, comprendo en su verdadera dimensión. Los hijos de españoles e italianos, nos hemos vuelto criollos, con mucha más facilidad en esta bendita tierra, aunque muchos conservemos un profundo amor por la de nuestros abuelos. En cambio, los armenios, conservan vivas y fecundas, todas sus tradiciones, que se manifiestan en cada celebración de la vida y también en este caso, de la muerte.
La abuela Ángel, ya les dije, pasó muchas noches de su vida silenciosa, dedicada a bordar sobre las túnicas que vestirían las muchachas de un conjunto de danzas de un club de su colectividad, en recuerdo de aquella tierra lejana y cercana a la vez. Y ese mismo club, con sus vitrales franceses, vestigios de épocas de abundancia, fue la sede de su despedida de este mundo.
Desde la crisis, en Buenos Aires, a los muertos no se los vela más toda la noche, un poco por los robos y, así lo siento yo, que los deudos me disculpen, un poco por comodidad y desamor. A mí me gustan los velorios. Poder llorar y convencerse de que la persona querida ya no está ahí, y ser confortado por los que nos quieren es muy sano. Eso fue lo que se hizo por la abuela Ángel y por todos los que la quisimos. Un velatorio con flores y cientos de personas: cada uno de los que recibió su cordialidad serena, vino a despedirse de ella. Toda la noche, fue un desfile de caras de piel aceitunada, que evocaban la vida de una mujer sencilla y buena: los chicos y chicas del conjunto, ahora señores y señoras grandes, con sus hijos, gente de cada escuela, cada club y cada iglesia. Ella, que vivió humildemente y sirviendo a los demás, partió de este mundo con honor y con gloria, pero además, con música.
La mañana del entierro comenzó con incienso, y un hatchgard (una cruz que recuerda las estelas de piedra que existen en Armenia) en las manos de la abuela Ángel.
El perfume penetrante de la madera que quemaba en brasa, se mezclaba con el de las flores, cuando, de pronto, comenzó a sonar una melodía ancestral en los duducs (flautas dulces típicas de Armenia). Esa melodía evocadora, ritual y casi mágica nos trajo a cada uno de los que allí estábamos, los mejores momentos, las risas compartidas, el dulce sabor de las masitas de manteca. Y pudimos llorar dulcemente, evocarla y despedirnos. Pudimos dejarla ir.
Luego una hermosa mujer cantó algo que pareció una elegía, el sacerdote oró, pero diciendo ¡Aleluya!: Ángela descansa en paz. Sin duda, las civilizaciones tan antiguas saben cómo hacer las cosas.
Así termina esta crónica- homenaje. Con ella me reencuentro, desde el amor y la vida, no sólo con alguien muy querido, sino con una cultura, a la que muchas veces, desde mi alma de gallega a ultranza, me ha costado comprender. Aunque cada día que pasa, reconozco, un poquito más, como muy sabia.

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