lunes, diciembre 26, 2005

78-La Rubia (Evocación navideña)

Archipiélago, 26 de diciembre 2005

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Cuando pienso en ella, hay un pedacito de mi corazón que se estruja, por más que me empeñe en que así no sea. La Rubia alquilaba, junto a su esposo, la casita que mis abuelos inmigrantes habían construido, justamente, para alquilar y asegurarse una vejez digna. Ella sabía vivir, y yo la admiraba. El esposo era gerente en una casa muy importante del centro de la ciudad, y no medían gastos, contrastando con la sencillez de vida de los míos, que vivían quizás por debajo de sus posibilidades, con la idea ancestral de que hay que prever para el mañana. Así que para mí, la "señora de abajo"constituía el paradigma de la elegancia, el dispendio y el "savoirfaire", algo así como la Mirtha Legrand de Parque Chacabuco. Su modo se oponía a la austeridad que reinaba en mi casa en la que nada de lo necesario faltaba, pero lo superfluo era un bien desconocido. Me encantaba visitarla, porque en casa de La Rubia había caramelos, obleas y bombones, sedas y perfumes, alhajas y pieles, y una caja llena de chucherías que me permitía revisar para adornarme con sus rosas de organza, plumas y cintas. Todo eso me hacía sentir una princesa.
Ella, como imaginarán, vestía de primera, y calzaba en superlativo. Pero además, tenía un valor agregado para mis ojos inocentes: ¡era amiga de Papá Noel! No como en mi casa que sólo tenían trato sólo con los Reyes, a la mejor usanza mallorquina.La Rubia era de verdad moderna. Celebraba con Santa Claus a todo trapo. Vivía la Nochebuena como una fiesta de ensueño, mientras que para nosotros, el plato fuerte era el almuerzo del veinticinco con paella y ensaimadas. Mamá se celaba de mi admiración por tanta modernidad dispendiosa, pero siempre fui de muy firmes convicciones, y me mantuve inamovible en mi opinión de que nuestra inquilina sí sabía disfrutar de la vida. Siempre me intrigaba saber cómo podía el barbado habitante del Polo Norte dejar en casa de ella regalos que correspondían exactamente con mis anhelos, y que, además, eran carísimos. Se ve que la Rubia sentía ternura y simpatía por su pequeña y parlanchina admiradora, y aprovechaba mis visitas para preguntar por mis deseos, concretándolos la noche del veinticuatro. Su voz resonaba, cristalina, a través de la pared que dividía nuestras casas: "¡Llegó Papá Noel! ¡Vení a ver qué te dejó en el arbolito!".Y ahí corría yo, con mi inocencia, para encontrarme aquello que difícilmente los seguidores de la estrella de Belén me hubieran podido dejar en los zapatos.
La rubia se mudó. No supimos más de ella. Supongo que ya no debe habitar en este mundo. Pero vaya hoy mi crónica afectuosa, en prenda de cariño y agradecimiento para quien supo hacer tan felices las Navidades de mi infancia.

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