lunes, julio 17, 2006

95- El árbol talado







“Porque soy como el árbol talado que retoña.
Aún tengo la vida”

Miguel Hernández (Recogido por J. M. Serrat para su canción)


Como prosaica prosista prefiero las analogías a las metáforas y lo concreto a lo abstracto. A veces, eso me acarrea problemas y mis buenas sesiones de diván, por ahora sin resultados ostensibles que me eviten concurrir a unos cuantos Consejos de Convivencia en las distintas áreas en que me toca operar.
Es que aún comprendiendo que podemos hablar de “una hogaza de trigo molido horneada al calor del fuego de otoño” o del “rojo brebaje de los dioses que extraído de la planta de rústicos sarmientos se bebe en las celebraciones”, para mí el pan es pan y el vino, vino. Así de zafia e inculta me he educado en estas tierras “chúcaras” al Sur, en la parte inferior del globo terráqueo.

Aunque... ¡Cuidado!
El Sur no está debajo del Norte, todo es cuestión de perspectiva. No olvidemos que los chinos construyen el mapamundi centrándose en su territorio, con lo cual, el Norte y el Sur tienen otra posición relativa para ellos. Y como son tantos, puede que nuestros biznietos - si sobreviven a la corrupción y las medias tintas, al “como si”, a la falta de compromiso y coherencia, a la división del trabajo globalizado, a la subvención de las economías exportadoras de los países ricos en detrimento y explotación de las riquezas naturales de los países pobres, a la discriminación, al uso irracional del suelo, a la polución, a la falta de agua y a las guerras, entre muchas otras calamidades de este Siglo XXI- tengan que aceptar esta original concepción del orbe y rasgarse los ojos con el bisturí de Pitanguí Junior para no ser segregados en los nuevos tiempos que corran cuando esto suceda.

Pero volvamos al preámbulo y a los versos de Serrat, junto con el tema de las analogías.

Hubo una vez una mágica e hispana señora que paseando por estas tierras argentinas, llegó a la conclusión de que aquí todo es enorme. Se refería ella a las calles y avenidas de esta Buenos Aires extendida en damero más allá del horizonte. Razón no le faltaba a la sabia mujer ya que este concepto bien podría aplicarse a toda la nuestra geografía y también a muchas especies vegetales que se desarrollan aquí, nutridas por el suelo fértil de la llanura pampeana, hasta adquirir dimensiones increíbles.

Tal vez, por no haber avanzado en desarrollo económico como nuestras posibilidades, nos hacían presumir a comienzos del siglo pasado nos conformamos con construir todo más grande: la avenida más larga del mundo (Rivadavia), o la calle mas ancha (la 9 de Julio). Poco blasón para sentirnos orgullosos, realmente, pero a tozudos no nos ganan. Miren si seremos exagerados en esto de los tamaños que el ombú, oriundo de nuestro país es… ¡Una hierba gigantesca! Así como me oyen: nuestro árbol prototípico no es un árbol. Constituye el mejor ejemplo de la generosidad de nuestro suelo: una especie vegetal gaucha por donde la miremos.

Gaucha por criolla y por sus “gauchadas”, sinónimo de apertura y largueza en cuerpo y alma. Bajo la sombra de su frondosa copa supieron construirse los ranchos de adobe y paja de los primeros habitantes de la pampa, (tanto nativos, como inmigrantes de diferentes países de Europa, en particular de España e Italia). Si hasta sus hojas, preparadas en té, contribuyen aun hoy a vaciar en forma natural nuestra área digestiva después de un buen asadito.
Amo los ombúes. Su silueta me habla de raíces nobles y de vigores más allá de toda lógica. Un poco rudos, se mantienen en pie, heroicos, aunque soplen los peores vendavales. Se toman del suelo con ferocidad y a la larga, sobreviven hasta a la muerte.

Eso le pasó al ombú del que hoy quiero contarles.
En el 2001 era un árbol hueco y muerto, a la entrada de mi parque favorito, que para no ser pesada, hoy no nombraré. Digna analogía de mi patria devastada. Nadie daba un centavo por él y la Municipalidad envió una cuadrilla a talarlo. Lloré al ver las huellas que la sierra había dejado. Pude contar casi cien anillos de crecimiento. Mi dolor era lacerante. Imaginé cuánto había presenciado esa hierba gigantesca cuyo tronco, que medía casi un metro de diámetro, se hallaba carcomido cerca de sus cimientos hasta convertirse en un peligro para los caminantes.
Sólo quedaron en la tierra unas raíces sueltas y muertas. Y en su hueco, comenzaron a anidar alimañas mezcladas con mugre que nadie limpiaba. Muchos miraban hacia otro lado, tal vez, para no sufrir.

Han pasado cinco años. Alguien misericordioso quitó la roña del corazón seco de mi árbol. Y de esas raíces yermas están creciendo varios retoños pequeños, tiernos, pero con un vigor que presagia sombras más grandes aún que las que nos diera el viejo árbol. Nuestra tierra es absolutamente Madre. El agua todavía corre por debajo de nuestros pies y nutre el humus fértil. Me alegro de comprobarlo. Y hago votos porque dentro de unos años, los que partieron porque pensaron que nada más podía darles la Argentina, regresen a cobijarse bajo la sombra de esta hierba gaucha que todavía tiene la vida. Y vengan con ganas de trabajar por el mañana. El Sur, como los nuevos ombúes, aguarda, ansioso, su regreso al hogar.


Cati Cobas

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