viernes, noviembre 02, 2007

153- "Dos payesas milongueras" Capítulo V de "Las brasas que despiertan"(Apuntes para "Una Historia de Las Dos Orillas")

No puedo comenzar mi crónica sin aclarar, para los que no estén al tanto de los caracteres que brindan el título a la misma, que se conoce por payesa, a la mujer campesina de las Islas Baleares. Así de simple la primera parte. Una payesa es una mujer cuyo atuendo me fue contado cientos de veces por mi abuela materna: desde la trenza, a la botonada (una serie de botones que adornaban los puños por debajo del codo del jubón generalmente negro); del rebocillo (con el que se cubría la cabeza), a la falda y el delantal, generalmente a listas. Tantas fueron esas descripciones, que siempre sentí que el traje de payesa me hubiera sentado casi tan bien como el primoroso vestido celeste de paisanita gaucha, con el que celebré el carnaval de 1954, en el corso de Boedo.

Por otra parte, “la milonga” es una danza hermana del tango, con ritmo más movido y letras un tanto picarescas que dio, por extensión, su nombre a los encuentros bailables dedicados a la música de Buenos Aires, que se celebraban y se celebran todavía, generalmente, en clubes barriales o en pequeños reductos casi desconocidos para los no iniciados. Se llama “La Milonga” a dichos encuentros sociales, destinados a bailar nuestra música ciudadana en tandas de tres o cuatro danzas, separadas entre sí por “cortinas” de música ligera.
Y ser “milonguera” es frecuentar esos sitios, no demasiado bien vistos hasta hace poco tiempo, como podrán imaginar los amigos lectores. En cualquier barrio de Buenos Aires, el hecho de que una mujer saliera de su casa montada en tacos altísimos, falda con tajo y medias con costura no era lo común ya que al hacerlo, adquiría un aura arrabalera, equivalente a caminar, casi casi, en la cornisa de la vida, porque, si bien el tango era bailado aquí y en todo el mundo, en los salones más refinados, por gente de diferentes clases y niveles sociales, ser “milonguera” no era un destino “de alcurnia”, en el siglo XX.



Pero actualmente, eso ha ido cambiando: las milongueras de esta época bailan por gusto, pudiendo tener compañeros con los que forman una pareja que se entiende bien en la pista, pero no manteniendo ningún tipo de relación fuera de ella, y ya son muchas las señoras “de su casa” que disfrutan sacándole viruta al piso.
Ángela y yo nos sentimos, desde el mismo momento del primer abrazo, dos “payesas” crecidas a ambos lados del Atlántico en afirmación de nuestra mallorquinidad más absoluta, pese a habitar la una, en la “Tierra del oso y el madroño” y la otra, en esta húmeda Buenos Aires en damero, desde la que ésto escribo y en la que me siento más argenta que el mate y el asado juntos. Es imposible describir el código de sobreentendidos y guiños ancestrales, de dichos y refranes, admoniciones maternas y boleros con sabor a ensaimadas, sobrasadas y arroz seco que nos unió de inmediato, en cómplice alborozo. Y también es muy difícil explicar la contagiosa alegría que experimenté en esos días, como si mi calendario se hubiera retrasado mágicamente, en la piel risueña de mi joven sobrina. Por eso, quizás, sentí que tenía permiso extra para acometer la osadía que confesaré a continuación, queridísimos lectores.


Porque esa especie de hermandad "payesa", que se estableció entre nosotras, dio pie a la mutua confesión de que una de nuestras asignaturas pendientes era, precisamente, asistir, por lo menos una vez en nuestra vida, a una milonga para convertirnos en “milongueras por un día”. Ambas deseábamos cortarnos la trenza, cambiar las medias blancas por unas finas y negras medias de red y unos tacos de diez centímetros de alto, y poblar así el misterio de un íntimo y secreto encuentro con el tango.

Por mi parte, yo siempre había deseado participar de ese ritual, estar sentada en el círculo iniciático que rodea a la pista de baile, aún sin poder bailar y debiendo ser, tan solo, espectadora del encuentro; pero, pese a mis insinuaciones (más que indirectas, directísimas), mi marido siempre se había resistido a que concurriéramos a una Milonga hecha y derecha. A mi sobrina le ocurría otro tanto: nada le interesaba más que una de esas veladas soñadas, tantas veces, en sus noches baleares. Tal vez, me dijo, la sacarían a bailar, y aunque ella no era muy experta en lides tangueras, se atrevería a mover las tabas al compás del dos por cuatro, debía yo tenerlo por hecho.

De modo que, inspirada por la mutua revelación, me resistí al ortodoxo y convencional impulso del “tango de exportación”, que habíamos pensado para la visitante, y llamé a mi referencia máxima en el tema, a aquella que, en su momento, inspirara uno de mis croni-cuentos (“La milonga de la Ñata”
www.caticuentos.blogspot.com ).
………………….
-¿Sabe, Ñata, que vino mi sobrina de Mallorca, y quiere ir a la milonga? -No le iba a decir que era yo la que también quería, faltaría más-
Pero tendría que ser una que abra bien tempranito por la tarde; vamos a ir las dos solas… -agregué, rogando porque mi marido tardara bastante en enterarse dónde nos habíamos metido-

-¡Por fin te decidiste, piba, ya era hora! (Se ve que “la Ñata” adivinaba desde hacía mucho mis deseos más ocultos). Lo mejor es el “Salón La Argentina”, en Bartolomé Mitre y Callao. Buen ambiente, buena pista y muy buenos bailarines. Te la recomiendo.

-¡Gracias, Ñata! Si usted me lo dice, seguro que es de lo mejor. Cuando volvamos, la llamo y le cuento cómo nos fue.
………………..
Las puertas vaivén del Salón La Argentina dieron paso a una pareja singular, si las hubo, en el mundo de la música de Buenos Aires. Imaginen los lectores dos mujeres de cabello castaño y cutis sonrosado, que bien podían pasar por madre e hija, vestida la mayor con vaqueros y zapatillas blancas (las caminatas turísticas habían dejado mis extremidades inferiores en calamitoso estado) y portando, la menor, unas botas texanas de la mejor estirpe, como remate a una falda acampanada de lo más mona, pero más propia del lejano oeste que de esa Catedral del Tango.

El diámetro de abertura de nuestros ojos rayaba el paroxismo cuando fuimos oteando, desde la penumbra de la entrada, la pista iluminada. No se sabía si era una escena de “El baile” de Ettore Escola o algo que sucedía de verdad a las cinco de la tarde de una jornada laborable en esta ciudad que ofrece un inmenso abanico de posibilidades a quien esté dispuesto a desentrañarla.

Bigotitos finos como un hilo dental, mostachos gruesos, que compensaban ostentosas calvas, anteojos con marco metálico y otros, anchísimos, en carey antiguo; pantalones más bombilla que la del mate u Oxford extraídos de alguna tienda de segunda mano. Brillantina y jabón perfumado, olor a naftalina y minifaldas se mezclaban conformando un paisaje tan distante de nuestras realidades cotidianas como para enmudecerme y sumergirme en mi pocillo de café amarguísimo. Entre tanto, la frase favorita de Ángela, era: “¡Qué gozada!” La repetía mientras se sentaba a la pequeña mesa y mientras bebía, lentamente, una cerveza tan caliente como el ambiente del lugar en el que nos encontrábamos.

Bien acomodadas en nuestros asientos, mi joven compañera imaginó que algún caballero la invitaría a dar unos pasitos por la pista, por lo que me dispuse a disfrutar de ese momento tan soñado, en calidad de chaperona.
…...............
Craso error. Para los asistentes a esa velada, las dos éramos absolutamente transparentes. Nos dábamos cuenta de que había un código indescifrable entre los danzantes, pero nadie lo hacía efectivo con nuestra payesita. Estuve a punto, se los aseguro, de rogarle a mi vecino de mesa, un señor ya entrado en años con aire de jubilado municipal, que invitase a La Adelantada a dar unas vueltitas…Total… ¿Qué le cuesta?, pensaba yo. Si le digo que es mi sobrina, y que está en Buenos Aires de visita, no se va a negar, el buen hombre. Pero su mirada no parecía amigable para nada. Sobre todo cuando bajó los ojos y los clavó en mis blancas y relucientes zapatillas deportivas.

Ángela y yo desistimos de la danza, mientras nos prometíamos tomar clases para desentrañar los códigos que, como dos payesas de la mejor estirpe mallorquina, nos habían sido negados en esta oportunidad. Volvimos a casa cabizbajas por tanto desprecio hecho corchea, fusa y semifusa.
……...............
-Hola, nena; ¿Qué tal les fue en La Milonga?- preguntó Ñata a las nueve de la noche.
-Y, Ñata, la verdad, nos encantó, pero nadie nos sacó a bailar, ¿sabe?
Ni siquiera nos dábamos cuenta de cómo era el asunto ese de la invitación, nos parecía que se manejaban por telepatía para saber cuándo alguien tenía que bailar con alguien…
-Es que el hombre, desde lejos, mira a la mujer elegida y la “cabecea”, es decir, le hace una señal que casi no se ve, girando rápidamente y una sola vez la cabeza hacia el hombro correspondiente al lado donde se encuentra la pista de baile, y la mujer puede aceptar o decir que no con la cabeza, o si no, mirar hacia otro lado, para rechazar, también, la invitación.
Esto evita al varón el papelón de ser rechazado después de haber caminado hasta la mesa de la mujer, y a ella el incordio de hacerlo directamente, si no le gusta el futuro compañero.
-¡Ahora comprendo! ¡Le voy a contar a Ángela! Pero, además. ¿Usted sabe por qué me miraban las zapatillas con tanto desprecio?
-¿Te fuiste en zapatillas? Les debés haber parecido una marciana, m´hijita. Todavía se deben estar riendo…Para que te saquen a bailar en una milonga tenés que tener los zapatos adecuados, si no, no hay invitación posible.



La Ñata rompió en una carcajada que todavía resuena en mis oídos.
…………
Para bailes, sin duda, un buen bolero o un “ball de bot” nos resultarán más apropiados en la próxima ocasión, que esta singular y danzante experiencia ciudadana, amigos.
Porque, decididamente, ser milonguera no es para cualquiera, y si no que lo diga mi vecino, el jubilado, que se dio el lujo de despreciar a dos increíbles bellezas mallorquinas, en nombre de una milonga inconquistable.



Cati Cobas

4 comentarios:

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Con personas como tú, tendriamos a buen recaudo las tradiciones, la memoria de nuestra historia con el justo brillo que merece.
Una vez más, he de decirte que leerte es un placer, un lujazo, amiga.

Anónimo dijo...

Estimados lectores de mi querida tía... tengo que añadir varias cositas...
1) La milonga es una de las cosas más sexys, más subrealistas, más adorables y más enigmáticas que mis ojos hayan visto.
2)Si yo vivese en Buenos Aires sería milonguera, y me escondería las veces que hiciesen falta de quien hiciese falta para plantarme mis medias de raya, y la falda de tubo...
.... y por último....
3) Yo no me he quitado la espina de la milonga, y prometo volver a Buenos Aires, habiendo aprendido tanto el tango como la milonga... y habiendo realizado cursos de señas... y !!A Dios pongo por testigo que esta vez me sacarán a bailar!! Aunque tenga que chantajear, guiñar ojos, o pagar copas...!!A Dios pongo por testigo que a la próxima....!!ME SACAN A BAILAR!!!!

T'estim molt, tía Catalina

CATI COBAS dijo...

Jo també, petita! La teva tía Catalina

Lola Bertrand dijo...

Estupendo lo de las milongas, creo que Angela tiene razón la próxima vez la sacan a baliar.
Es un placer leerte y compartir , Cati.
Abrazos del mar.
Lola

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