martes, diciembre 13, 2005

58- “Cholula, loca por los textos”



Ficticia y Sensibilidades
3 de Septiembre de 2004

¿Nunca les conté que mi necesidad de comunicación y amistad fue siempre imperiosa y uno de mis sueños, ser radioaficionada? Durante muchos años, torturé a mi sufrido esposo, para que me permitiera instalar un equipo en la azotea. Pero éste, en virtud de mi comportamiento telefónico, que dista mucho de ser medido, se negó rotundamente a que su mujer integrara el mundo del “cambio y fuera”, hasta que llegó Internet, y con la red, Ficticia.
Y ahí, no le ha quedado más remedio que compartirme con los invisibles amigos gestados a pura letra y píxel. Son varios, les cuento, mis amigos cibernéticos, entre los que descuella la madrina de mis crónicas, la célebre y marítima tallerista “argeñola” Miriam Chepsy.
Esta amiga está disfrutando por un tiempo, de la Ciudad de los Aires Presuntamente Buenos, que la vio nacer. Procuramos, por lo tanto, encontrarnos cada vez que podemos, siempre, infusión mediante. A veces café, en la Librería El Ateneo, donde tenemos nuestra mesita en pleno escenario. No crean que actuamos, ni mucho menos; la lujosa librería funciona en un magnífico teatro reciclado con excelente gusto. Otras veces, el encuentro es más doméstico, a pura bombilla y mate, en la cocina de casa o caminando por el Parque Chacabuco. Si los amigos de A Coruña le notan a su regreso a aquella, un rictus algo extraño, como fruncido, en los labios, no duden en atribuirlo a las ingestas de este brebaje pampeano.
Miriam tiene la excelente costumbre de regalar libros. Y en su última visita me obsequió un ejemplar, escrito por Jorge Fernández Díaz, periodista y escritor. El libro se llama “Mamá” y ha producido en mí efectos inesperados e inquietantes.
Es una historia de desarraigo. Conocemos, a través del hijo, cómo su mamá, Cármina, asturiana, vivió infancia y primera adolescencia en una España muy distinta de la actual, para ser trasplantada luego a esta tierra. En un libro escrito desde el amor, y con las entrañas, encontré encarnadas a todas las mujeres inmigrantes, llamadas “argeñolas” por el autor, incluida mi abuela Isabel, de la que heredé nostalgias y morriñas. Fue tan conmovedor el relato, que no pude soltar el libro hasta terminarlo. Leí con fruición en la fila del banco, en mi taller, en el supermercado, hasta en el baño. Bailé con Cármina en el Centro Asturiano, fui con ella a la escuela nocturna, trabajé también de sol a sol y regresé con ella a una España de abundancia, muy distinta de la que la había expulsado. También compartí su pena por los nietos de aquellos que poblaron esta tierra y que ahora regresaban a la Madre Patria, como nos enseñaron a llamarla, convertidos otra vez en desarraigados “sudacas”.
Al finalizar la lectura, me acosó una necesidad imperiosa, irracional, de comunicarme con Fernández Díaz, de decirle que me había conmovido hasta los tuétanos; me volví una cholula absoluta de un señor que hasta dos días atrás era un simple desconocido. Milagro y magia de la palabra que nos hace sentir parientes de alguien que, por supuesto, desconoce nuestra existencia, como debe ser.
En Argentina, a las cazadoras de autógrafos, perseguidoras de astros de televisión o cine, por ejemplo, se las llama “cholulas”. Ese apelativo, surge de una historieta, “Cholula, loca por los astros”, que caricaturizaba a esos personajes, capaces de montar guardia veinticuatro horas, con tal de ver en persona a su ídolo favorito. Y “cholulo” devino el cerebro afiebrado de esta servidora, ya que en él, comenzaron a pergeñarse toda clase de dislates, con el peregrino fin de lograr un contacto de algún tipo con ese buen señor que tanto la había conmovido.
Los intentos fueron varios, y cada vez, me sentía menos en mis cabales. Lo percibí claramente al sorprenderme buscando como Sherlock Holmes, entre los Fernández de la guía, dejando mensajes en el contestador automático del secretario de redacción de uno de los diarios más importantes del país, y finalmente convenciendo a una secretaria del mismo diario, para que me diera el mail de mi admirado autor. Me sentía más ridícula que una de las fanáticas de Sandro, en la puerta de la casa del ídolo, en Banfield, esperando días bajo la lluvia, para desearle feliz cumpleaños. La compulsión era total, me faltaba solamente pararme con una pancarta frente a las oficinas del diario con una torta en la mano para honrar a mi ídolo.
Dice el Evangelio, que el que busca, encuentra. La misma red que me regaló a Miriam, volvió en mi auxilio y conseguí el mail del susodicho. Le escribí y me respondió, tan cálido y afectuoso que, supongo, por la hermosa respuesta, mi osadía “cholula" ha sido perdonada.Estoy en paz.

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