martes, diciembre 13, 2005

22-En el Parque Chacabuco




Ficticia-Revista Literaria Sensibilidades

8 de Marzo de 2003

Después de los cincuenta todo lo corpóreo comienza a descender. Esto es una verdad de a puño. Para que no descienda la autoestima, las mujeres solemos iniciar una búsqueda irredenta de métodos alternativos que palien arrugas y flaccideces y entre esos métodos está la caminata.
Claro que hay muchísimas maneras de emprender esta lucha titánica.
Y el parque cercano a mi casa, que lleva el nombre de una de las victorias del General San Martín, es un maravilloso y gigantesco formicario en el que sociólogos y sicólogos podrían dedicarse a analizar a mis congéneres, que eso parecemos: hormiguitas pululando por todos sus rincones.
Se encuentran allí hormigas de lo más variadas.
Podemos encontrar las modelo “Salgo como puedo… ¿y qué? Soy deportista”. Caminan sudorosas y un poquito desaliñadas. En general no se dedican al comadreo tan propio de la mayoría de las hormigas caminantes y blanden en sus manos, cual estandartes del cuidado físico, sendas botellas de agua mineral, que, deduzco, emplean como pesas del subdesarrollo. Ceño fruncido, todavía no hallaron placer en esta búsqueda de endorfinas a partir del ejercicio.
Puede distinguirse a las “salí a pasear al perro”, que, perezosas, utilizan a los canes como excusa para innumerables detenciones, que evitan los ahogos de una caminata con buen ritmo. Las de ese grupo, en general, no llevan ni ropa ni calzado apropiado y afilan más su lengua que sus pies. Disfrutan sobremanera el contacto con otras tenedoras de canes y se enfrascan en comparaciones entre razas y pelajes. El máximo esfuerzo lo realizan cuando a sus mascotas les da por enamorarse y deben correr tras ellas o ellos para no tener en poco tiempo que caminar por el parque portando más de una correa. Luego están las del modelo “tuve que vender el country”. Han conocido tiempos mejores y todavía tratan de mantener la dignidad haciendo como si pasearan por las laberínticas calles de aquellos barrios privados donde tenían su chalecito. Se caracterizan por tener la silueta en condiciones, el pelo teñido de rubio y la cara maquillada con delicadeza, pero con muchísimo esmero a las ocho de la mañana. Y el jogging y anteojos de sol impecables y de marca, igual las zapatillas, aunque todo, claro con un ligero aspecto de haber sido comprado hace tres o cuatro años. Caminan, dejando una estela de buen perfume, sin mirar a nadie y alzando la nariz para no toparse con otras realidades que cada día las alcanzan más.
¡Y qué decir de las deliciosas caminantes coreanas! Bajitas, caminan en patota. Son un grupo de mujeres metódico y jaranero, que llevan, como divisa, viseras de goma para proteger la cara del sol porteño. Blusas floreadas, pantalones anchos y frescos y pies calzados con zapatos de lona negra con tirita, al estilo Guillermina pero sin taco. Sus caritas redondas y sus dientes blancos alegran mis mañanas. No hacen migas con nadie que no sea de su raza, pero sonríen educadas mientras saludan con una inclinación de sus cabezas. Se ve que vienen de otras realidades y que ellas si disfrutan la alegría de estar vivas, de saludar al sol cada mañana en esta patria mía que no pregunta a nadie de dónde viene o para qué.
Hay también un grupo que, decididamente me enternece. Se trata del denominado “tengo el colesterol por las nubes y el médico me mandó a caminar”. Viejitas, piernas chuecas, batón y zapatillas viejas de alguna hija, caminan balanceándose por los senderos resoplando y procurando darse ánimo, pero es frecuente que a la segunda vuelta se conviertan en “me bajó la presión” y desparramen su humanidad en el primer banco que logren quitarle a alguno de los mendigos que también compone la fauna de mi parque.
He dicho bien: “mi parque”. Mi madre me contaba que cuando ella era niña lo visitaba de la mano de mi abuelo, el socialista, que la llevaba a tomar leche y Bay biscuit pues era un tambo. Para mi tiene recuerdos de la infancia. Pochoclo o palomitas de maíz para los foráneos y “huevo podrido”, que no es un alimento sino un juego infantil de mi época. Es un hermoso y vasto parque cortado en dos por obra y gracia de un intendente que tuvimos. Digo cortado en dos porque la autopista lo ha dividido brutalmente, pero por suerte, no ha destruido sus palos borrachos ni sus jacarandaes. Tampoco ha logrado que sus fuentes dejen de fluir a pesar de los esfuerzos que algunos de mis vecinos realizan a tal efecto arrojando papeles a las aguas. Así que, mis queridos lectores, mi parque, debo confesarles, es, en esta época, una de mis mayores alegrías y caminar en él mi primera actividad diaria.
¡Ah! ¡Ya sé! Querrán saber ustedes que clase de hormiga es la que esta crónica suscribe.
Les diré. Una sabia mezcla de todas, menos la perruna. Si vienen a mi parque y quieren encontrarme, deberán buscar a una señora de mediana edad, que conoció tiempos mejores y procura incrementar sus endorfinas y descender su colesterol a fuerza de mover las tabas. Pero busquen también a alguien que, sin llevar visera ni tener ojos rasgados, sabe disfrutar el olor del césped, las flores rosadas de los árboles y el canto de los pájaros de su hermosa tierra que, aún en esta época difícil, tiene glorias cotidianas y accesibles como mi querido Parque Chacabuco.

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