sábado, marzo 14, 2009

216-Los colores de Quinquela, el hombre fiel

"Y cada vez que partí llevé conmigo la imagen de mi barrio, que fui mostrando y dejando en las ciudades del mundo. Fui así como un viajero que viajaba con su barrio a cuestas. 0 como esos árboles transplantados que sólo dan fruto si llevan adheridas a sus raíces la tierra en que nacieron y crecieron." Benito Quinquela Martín (Buenos Aires, 1890-1977) Hace mucho que no escribo, amigos, pero para mí es visceral hoy la necesidad de reencontrarme con la palabra, con ustedes y con esta ciudad en la que vivo y en la que “por todo y a pesar de todo”, como diría María Elena Walsh, quiero seguir viviendo. Por eso, para poder soltar las amarras del silencio, elijo a aquel hombre que convirtió en colores el carbón, los barcos y la gente. Por eso contaré del pintor, grabador y muralista Benito Quinquela Martín, para decir a mi ciudad desde él, desde su barrio de La Boca y desde esa vuelta de Rocha que, aun ahora, despojada de cargas y descargas, es un lugar muy especial de Buenos Aires porque lleva, para siempre, la firma de Quinquela y el sello de su hombría de bien desinteresada y generosa. ¿Por qué el sello? ¿Por qué la vuelta de Rocha? ¡Si todo el mundo cuando habla de La Boca se deshace en Caminito! Porque es ahí, en la vuelta, y frente al río, donde Quinquela dejó el testimonio concreto de su fidelidad, más allá aun de su magnífico arte. Si se fijan bien hay en ese lugar varios edificios que, pintados de colores vivos, saludan a las aguas. Son una escuela-museo, un teatro, un lactario, un instituto de artes gráficas y hasta un hospital odontológico. Todos donados por el hombre fiel, el hombre bueno, dedicados a su gente; todos decorados con los murales de Quinquela, que pintan, sobre todo, los matices del trabajo y de los barcos, de aquello que lo rodeaba y que era para él su misma esencia. Benito fue un expósito. Pero tuvo, sin duda, marcado su destino más allá de abandonos e infortunios, en la áspera ternura de Manuel Chinchella, su papá adoptivo, italiano, estibador y carbonero (quien -debemos decirlo- deseaba para Benito un “trabajo verdadero”, ya fuere hombreando bolsas o en el negocio familiar, si compelía, porque “eso del arte” no aseguraría al hijo un futuro “seguro”, aunque finalmente comprendió que el camino que se le abría era diferente del por él imaginado) pero, y sobre todo, en la comprensiva admiración de Justina Molina, su mamá adoptiva, que siempre confió en las condiciones de su hijo, apoyándolo incondicionalmente en el destino de ser todo un artista. Benito era artista desde niño, pero casi hombre intentó brevemente obtener formación rigurosa y académica; claro que la fuerza de su arte -del que decía: “Además de antiacadémico, yo era un pintor fácil y rápido, cuando pintaba lo mío. La facilidad me la daba el tema. El puerto, los barcos, el río, las grúas, los astilleros, los obreros, la vida afiebrada del trabajo, eran temas que yo llevaba adentro y los trataba con facilidad”- se sintió más encauzada con el acompañamiento de gente como el maestro Alfredo Lazzari, quien le enseñara dibujo y pintura en el Conservatorio Pezzini Sttiatessi, una de las tantas “Sociedades” en las que se educaban los inmigrantes en aquellos tiempos en que los trabajadores aspiraban “a más” a partir del acceso a la cultura. Poco a poco, sus amigos artistas, como Stagnaro o Lacámera, también lo acompañarían con su obra. Pero fue el encuentro con Pío Collivadino, Director de la Academia de Bellas Artes, a quien conoció pintando en el muelle de la Boca, el primer peldaño en su crecimiento como artista. La pintura de Quinquela impactó fuertemente a Collivadino, quien afirmó: "Usted puede ser el pintor de la Boca y su puerto. Aquí hay ambiente, carácter, fuerza. Y además una personalidad original, un modo distinto de ver y de pintar." El generoso Pio Collivadino compartió con nuestro hombre a su secretario, Eduardo Talladrid, el cual se transformó en verdadero promotor del arte de Benito, llevándolo a los más importantes salones de Argentina y de España, Francia, Italia y Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo. Y fue así, a partir de su arte, como Benito pudo comprar para sus padres la casa familiar, regalándoles la tranquilidad “del techo” tan ansiado por todo inmigrante en esta tierra. Aunque la fama y la fortuna tocaron a su puerta, jamás le hicieron olvidar su barrio, su gente, las cosas simples con las que había convivido. Un ejemplo de ello fue una exposición “en el Jockey Club, organizada por las Damas de Beneficencia de Buenos Aires. En ésta ocurrió un hecho muy particular. Se repartieron dos clases de invitaciones, unas dirigidas hacia lo más encumbrado de la sociedad porteña y otras hacia los obreros y artistas de la Boca. Esta diferencia de clases tan marcada, se vio reflejada en el público que asistió ese día: la aristocracia y el pueblo se encontraron a través del arte de Quinquela”*(buenosaires.gov.ar). Pintando su aldea de jornaleros, estibas y carbón, Quinquela pudo llegar al mundo. Pero dijo: “El puerto de la Boca es mi gran tema, el que concuerda más con mi sensibilidad y no saldré de él. Cada artista debe consagrarse a lo suyo: lo esencial no es renovar los temas sino renovarse uno mismo, dentro de los temas crear nuevos mundos sin salir de ellos. Espero haberlo conseguido, porque he puesto mi alma en lograrlo." Desde entonces hasta su muerte, Quinquela pintó de colores su realidad de naves y de río. Desde los rojos de un incendio hasta los multicolores estibajes. Toda la Boca vivió en su paleta y en sus espátulas, vibró en grabados intensos y espectrales. “Representó en sus obras el Riachuelo y la vuelta de Rocha, la intensa actividad, el movimiento, el ritmo del trabajo, (rudas faenas de los barcos, talleres metalúrgicos, fundiciones), el río, las grúas, los astilleros, barcos anclados o en reparación, amarrados o cargando cereales, frutas o carbón, proas, mástiles, distintos momentos del día en el puerto, paisajes, resplandores de efectos de sol, aguas turbias, cielos, humos, movimientos, luz y energía” y toda esa vida , por obra del maestro, se prendió de las paredes de escuelas y teatros donados por él a sus vecinos, como una manera de mejorar la existencia a través del arte. Eso sí, no podemos hablar de Quinquela Martín, y no decir nada de su sentido del humor y su optimismo, de su complacencia en la amistad y en el afecto. Dos son las pruebas de lo que afirmo. La primera, referida al humor y a la amistad, nos hace citar su cargo de “Gran Maestre de la Orden del Tornillo”, una condecoración consistente en un simpático tornillo soldado a una cadena, que se otorgaba durante los encuentros dominicales de artistas que tenían lugar en su atellier-vivienda-museo a las personas que, siendo artistas, embajadores, benefactores, músicos, periodistas o poetas se destacaban por su bonhomía espiritual. Quizás era una forma de contrarrestar el tornillo que según un famoso tango le falta al mundo…¿Verdad? La segunda muestra de humor llevada a su máxima expresión la da el hecho de haber pintado en vida su ataúd con el más vibrante colorido. Solamente alguien excepcional puede atreverse a tamaño gesto, no me digan que no… "El color nace con uno, es instintivo, elegí el color para las flores y el paisaje, para mis barcos y mis cielos, para este riachuelo que prolonga mi vida hacia un río de cambiantes tonos. El color nunca muere, y yo entre colores seguiré viviendo, iré prendido a los colores hasta después de muerto". Con este criterio, Quinquela pintó su propio ataúd "este lugar será el santuario para mi después". Para la superficie exterior utilizó una amplia gama de colores en sucesivas franjas de celeste, verde limón, verde lino, rojo, azul, amarillo y marrón, en la tapa pintó una cruz y un barco y en el interior parte de rosa y parte con los colores de la bandera argentina. "El color no tiene fin. Cada color expresa un momento, una emoción y como yo quiero rendir homenaje a los colores aún después de muerto, pinté yo mismo mi ataúd con los colores argentinos por dentro, y por fuera con los siete del arco iris. "
Por eso, amigos, cuando vengan a visitar mi Buenos Aires, y los lleven al Barrio de la Boca, no se vayan de él sin saludar a Quinquela, sin dar una vueltita por su legado de colores y fidelidad ahí nomás, pegado a Caminito, en la vuelta de Rocha, enfrentando al río. El alma de este artista singular pervive en su taller, en cada mascarón de proa del museo, en las paletas que conservan huellas de sus búsquedas. Y quiere trasmitir su colorido mensaje a todos los que sepan valorarlo. Cati Cobas

1 comentario:

Anónimo dijo...

Para mi oy domingo en contrarme con esta cronica, a sido como revivir el primer paseo por Buenos Aires
Ojala se repita