miércoles, febrero 07, 2007

115- "De vez en cuando la vida..."




Para Remo y Chiquita, Daniel y Beatriz y Stella Maris, con cariño...

“De vez en cuando la vida
se nos brinda en cueros
y nos regala un sueño tan escurridizo
que hay que andarlo de puntillas
por no romper el hechizo”.




Como dice Serrat, nos fuimos de vacaciones, andando nuestro “escurridizo sueño de puntillas, como para no romper el hechizo”. Cuando se vive una vida con muchas responsabilidades, poder liberarse de ellas, aunque sólo sea por diez días, es como “sacar el conejo de la vieja chistera” y tratar de ser felices “como niños que salen de la escuela”.
El destino fue Villa Carlos Paz en la provincia de Córdoba, pleno centro de la República Argentina. La ciudad, rodeada de sierras, bordea, a su vez, al Dique San Roque, un enorme lago artificial que viera la luz allá por 1891. Ese espejo de agua cambió la vegetación de la zona, y llenó de verdes el paisaje, haciendo las delicias de cuantos se llegan a su vera.

“De vez en cuando la vida
afina con el pincel,
se nos eriza la piel
y faltan palabras para nombrar
lo que ofrece a los que saben usarla”.

No hay mucho que contar esta vez. Quizás el placer de tenderse al sol sin pensar en nada, el silencio acogedor de la sierra que contemplábamos desde la habitación, los pájaros que poblaban el jardín haciendo delicioso el amanecer. O, algo más prosaico, la enorme alegría que nos invade a las amas de casa cuando alguien cocina y sirve la mesa por nosotras. Poco más.

Pero pensándolo bien, hubo dos momentos mágicos en nuestros días “hoteleros”.

“De vez en cuando la vida
toma conmigo café
y está tan bonita que da gusto verla.
Se suelta el pelo y me invita
a salir con ella a escena”.

El primero, descubrir que el hotel había sido erigido sobre el casco de la estancia Santa Leocadia que ocupara el fundador de la ciudad que nos albergaba.
Parece que Carlos ¡Nicandro! Paz y su familia se mudaron ahí corridos por las aguas del dique San Roque. Cuando en 1891 ese embalse se convirtió en la mayor obra hidráulica del mundo, ante el avance de las aguas, don Rudecindo Paz, el papá de Carlos, decidió trasladar a su familia al nuevo casco de la estancia ubicado al pie de la sierra, en lo que hoy se conoce como "La Cuesta".

Me encantó bajar por la escalinata de piedra caliza pensando en otros tiempos y otras costumbres. Tanto como empujar la puerta de roble del comedor imaginando a los habitantes originales del lugar en una época tan distinta a la actual de turismo popular, tan lejano a la élite a la que ellos pertenecían, o sentarme a escuchar a mi Fernando bajo las arquerías recuperadas en el nuevo edificio, sintiendo que en otros tiempos también se debió tañir ahí, precisamente ahí, una guitarra, con los acordes de alguna zamba entrañable. Es que como Fernando es un jovencito coherente, al viajar a Córdoba de vacaciones, lo hizo acompañado por su guitarra criolla (menos mal que la eléctrica quedó en casa, para beneplácito y tranquilidad de todos). De modo que mi marido y yo nos convertimos de la noche a la mañana en “los padres del guitarrero” dado que nuestro rockero en ciernes no se despegó de la guitarra ni para tomar el desayuno, y poco faltaba para que se zambullera en la pileta con instrumento y todo.

“De vez en cuando la vida
nos besa en la boca
y a colores se despliega como un atlas,
nos pasea por las calles en volandas
y nos sentimos en buenas manos.

Se hace de nuestra medida,
toma nuestro paso
y saca un conejo de la vieja chistera
y uno es feliz como un niño
cuando sale de la escuela”.

Una tarde, buscando sombra, nos sentamos bajo un tilo enorme y perfumado, y Fernando comenzó con el concierto. Yo le pedía: “tocá bajito” porque a nuestro lado se hallaban dos familias compartiendo la sombra, y no me parecía propio importunarlas. Sobre todo teniendo en cuenta que era la hora de la siesta y que los señores parecían muy pero muy serios y poco amantes de fusas y corcheas.
¡Cuál no sería nuestra sorpresa al ponernos a conversar con la esposa de uno de ellos, y enterarnos de que el señor que tan formal se veía, amaba la guitarra y formaba parte de un conjunto folklórico en Mendoza, su tierra, pero había asistido, además, al concierto de los Rolling Stones en Buenos aires, viajando desde su provincia a tal efecto y hasta se había dedicado a hacer “pogo” en el campo de la cancha de River! A partir de ese momento, ese señor dejo de ser para Fernando un hombre más: se trataba de un “colega”: todo un ídolo, por lo que le entregó su guitarra en un gesto generoso que nos permitió escuchar una hermosa y cálida cueca cuyana.
Ahí no terminó la cosa: se acercó otro señor más joven, oriundo de Zárate, supimos luego, y, muy suelto de cuerpo, nos regaló un “Adiós Nonino” de Ástor Piazzolla digno de cualquier escenario.
Los ojos de Fer se salían de las órbitas. Se había armado un “fogón” musical al que él también contribuyó, por supuesto.
Hubo aplausos, sonrisas y el mate rondando, como siempre que se juntan argentinos. Hubo, también, algún reproche de quienes, por no estar bajo la sombra del tilo, se perdieron la guitarreada, pero todos nos quedamos con ganas de una segunda vuelta, por lo que abrigamos la esperanza de algún reencuentro.

No sé si los fantasmas de Don Rudecindo y su hijo Carlos andaban por ahí entre las hojas del árbol, pero de haber estado, se habrían sentido felices de saber de esa hermandad espontánea que surge de la música, de la alegría de sentir que “la Patria”, aunque suene cursi, puede vivirse de manera tan palpable cuando “la buena gente” se junta.



“De vez en cuando la vida
nos gasta una broma
y nos despertamos sin saber qué pasa,
chupando un palo sentados
sobre una calabaza”.


Y ahora, sentada ante mi computadora, trato de rememorar esos momentos para ustedes y de intentar, en este nuevo año, que no se cumpla el vaticinio de los últimos versos del juglar, como para seguir tomando unos cuantos cafecitos con la vida.


Cati Cobas

1 comentario:

Lola Bertrand dijo...

Ya veo que las vacaciones han sido estupendas, las fotos me han gustado mucho , Cati, y la historia ¡¡¡genual...
un abrazo de lola