martes, diciembre 13, 2005

68-“¡Un escarabajo por el amor de Dios!” o "La vida por un coleóptero

Publicada en la Antología "Humor sin Extremaunción" de la Universidad de la Ciudad de Mérida, República de Venezuela

(Caticrónica de una madre atribulada)

Archipiélago
8 de junio de 2005

¡No me digan nada! Llevo invertidos diecinueve años en psicólogos y estoy igual que al principio: el diagnóstico continúa firme: “madre añosa sobreprotectora”.
Realmente, me avergüenzo. Tanto bla bla y recomendaciones, y me siento igual que “cuando vinimos de España” (si los que leen esto moran en la Península Ibérica, ruego interpretar como: “cuando vinimos de Roma”, o de donde hayan salido los Celtas, Íberos y Vascos, que estoy demasiado atribulada para andar con investigaciones históricas).
Me avergüenzo, decía, porque por más que repito al levantarme: “tenés que dejar que los chicos se hagan total y absolutamente responsables de sus cosas”, cuando las papas queman, estoy ahí tratando de sacarlas del fuego y así mis queridos hijos nunca terminan de crecer.
Eso sí, la experiencia de esta semana será definitiva: lo juro. Me curé de espanto, mejor dicho, de bochornos. ¿Dije bochornos? Sí, ésos también me tienen bastante perturbada, pero no es el tema de hoy, precisamente.
Vayamos al grano, al meollo, a la sustancia de esta “liviana” catarsis maternal. El hecho fue que Mercedes, mi hija mayor, debía entregar, para su clase de Zoología en la Universidad, con fecha fija, la módica cantidad de veinte insectos. Y ahí, precisamente, comenzó mi calvario.
Tanto daba que fueran cucarachas, como arañas, piojos como cigarras, avispas o polillas. La consigna era: “lo más grande posible”, como para lucirse en esa clase de primer año y, en honor de mi Mercedes, debo decir que se abocó a la búsqueda con una admirable decisión en franca proporcionalidad inversa a los resultados, por lo que resolví ayudarla.
Aquí está por comenzar el invierno, no es muy fácil encontrar insectos, y menos aún en un departamento. Así fue que durante el último mes, mis caminatas por el Parque Chacabuco adquirieron otro ritmo, al compás de mis dificultades ópticas, tratando de visualizar cuanto insecto pululara por ese hábitat. Primera desgracia: la balanza acusó la falta de velocidad. No hay nada que no tenga precio, lamentablemente.
Aunque convengamos que conocí también el sabor de la gloria. Un día, de regreso del supermercado, logré arrojarme, bolsita en mano a guisa de red, sobre una enorme avispa, y capturarla. Llegué a casa, demás está decirlo, como si fuera Gabriela Sabatini en su mejor momento.
En términos generales la cosecha fue misérrima. Llegamos al día previo a la entrega con un mosquito, dos moscas y una arañita blanca de medio milímetro de diámetro, así como otros ejemplares por el estilo, salvo la avispa, y estos míseros resultados tenían francamente acongojada a la bióloga en ciernes.
Era el momento de las audacias, y uno por una hija hace lo que sea. Pronto me encontré mendigando cucarachas a mis vecinas con resultados nulos, dado que nadie reconocería la existencia de una de ellas en su domicilio. Apelé al ingenio y al soborno: mi portero santiagueño cayó de visita en las casas más acreditadas al respecto, y regresó con tres bien diferentes y de considerable tamaño.
Claro que todavía nos faltaba un coleóptero, y esos sólo se encuentran al aire libre.
Era día de excavaciones en el Parque: removían la tierra para trazar nuevos caminos y una lluvia obstinada y pertinaz del día previo hacía casi imposible caminar por ellos, por lo que los obreros habían dispuesto maderas que cubrieran las excavaciones. Y ahí, precisamente ahí, me dio por hallar escarabajos. Me encontraba tan, pero tan concentrada en la búsqueda, que no hice caso de un señor de magnas proporciones que avanzaba. El gordo (dejemos los eufemismos a un costado) pisó el extremo contrario de la tabla que me sostenía, y me arrojó, como catapulta, al fondo de la excavación donde, finalmente encontré el coleóptero que fue depositado por esta madre, embarrada de pies a cabeza, en un frasquito con alcohol y agua. El mismo surgió, inmaculado, con el escarabajo convertido en remedo del diamante de Topkapi, entre fangos y mugres de variado orden y acompañado por las sonoras carcajadas de los caminantes que pudieron contemplar tan oprobioso espectáculo.
Sin duda, los caminos del Señor son inexpugnables.

No hay comentarios.: