martes, diciembre 13, 2005

63-¡Salgo tan poco…! (De turista por la City)





Sensibilidades
26 de marzo de 2005

No sé si saben ustedes, pero mi familia, al igual que muchos miles de familias argentinas, recibió, en el año 2002, las credenciales que certifican su pertenencia a un club del que nadie solicitó ser socio.
Y no nos ha quedado otro remedio que aceptar el hecho consumado: El TUVE CLUB nos cuenta entre sus integrantes.
Es éste un club de vastos antecedentes en el mundo, pero su creador argentino, el periodista Rolando Hanglin ha dejado bien en claro quiénes pueden enrostrar a sus amigos la pertenencia a tan particular institución: los miembros de este club somos todos aquellos que podemos decir con altivez y orgullo: “tuve” coche, “tuve” casa de fin de semana, “tuve” la posibilidad de comer en sitios agradables, y así los “tuve” a enumerar llegan al infinito, abarcando los más variados temas imprescindibles o superfluos, elementales o trascendentes. Si bien ya sé que hay en el mundo millones de personas que están pasando situaciones millones de veces más difíciles que estas tonteras del “tuve” o “no tuve”, aquí vivo y soy humana, por lo tanto me reservo un cierto derecho a resistirme a bajar esta escalera que la crisis nos propuso.

Vayamos al meollo del asunto. “¡Salgo tan poco…!” es el título de la presente entrega. El título obedece a lo antedicho: desde que el TUVE CLUB me cuenta entre sus miembros, los paseos al Centro de la ciudad por puro placer, se han vuelto para mí algo muy esporádico y sólo concurro a la City si debo ir al médico, en cuyo caso no anda una para muchos “ditirambos” (pido perdón por plagiar a un célebre “escribidor” que todos conocemos).

Claro que esta vez eran Gaviola y su esposo los que nos ofrecían compartir un paseo por Florida, mi calle favorita. Por suerte, mi esposo asintió entusiasmado, y no sentí que “me sacaba a varear”, sino que me acompañaban con gusto, así que hacia allá fuimos.

Se preguntarán los lectores cuál fue el descubrimiento: pues que no conocía mi ciudad, esa que tanto digo amar. Que en tres años se ha llenado de turistas y la calle Florida está sembrada de ojos rasgados y acentos lejanos, tan lejanos como el acento de los que en algún momento vinieron por aquí a “hacer la América”.

Florida está mi calle, y más que florida diría que argenta, con el relumbrón de plata repujada en los miles de mates y bombillas que esperan a los visitantes en las vidrieras. Hasta temo que desaparezcan las vacas de nuestros campos, convertidas en camperas o chaquetas, bolsos o maletas. Todo se ha dispuesto para recibir al visitante y el visitante se entrega al juego de sentirse feliz por un ratito.

Socorro y yo caminamos cuchicheando nuestras vidas y me siento, a su lado, amparada por su voz y su mirada, turista en tierra propia: una niña que juega a olvidar obligaciones y deberes, alguien que vuelve a disfrutar las cosas buenas de la vida.

Miro a mi Jorge, y lo veo también contento, mientras procura encontrar un cuadro entre sus favoritos, con la idea de que agrade a Jesús, su compañero de caminata. Delicia de las horas que transcurren en vacación sin las cuales vivir es, a veces, extenuante.

Surgen risas y miradas cómplices y una foto capturada en un instante. Surge, por fin, la sensación absurda de conocerse desde siempre.

Unos cafés y unas cervezas rematan el encuentro y cada cual vuelve a su juego, pero mi alma está distinta, algo la ha cambiado. Sentirse turista en tierra propia es una experiencia, sin duda, renovadora.

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