lunes, enero 19, 2009

213-“El Gauchito” al rojo vivo

Para Ángela, que quiere saber cómo fue "lo del incendio"...
Hay palabras y/o frases que uno desearía no escuchar jamás. ¿Cierto? Cada uno de ustedes tendrá una lista de ellas. Por ejemplo: “Peligro”, “¡Ladrones!”, “Señora: aumentó seis kilos desde la última consulta.” o “Todo el desagüe está tapado, y hay que romper.” o bien “Esa muela ya no tiene solución; voy a extraerla.” y tantas, tantas otras.

Pero mis vecinas, mis queridas y “veteranas” vecinitas, nos tenían preparada para el día del Gauchito Gil una cálida sorpresa materializada en once palabras al rojo vivo, como para hacer juego con las cintitas del santo profano del que les hablara en la primera parte de esta crónica. ¡Sí! Las ardientes palabritas que se oyeron en el teléfono de mi portero eléctrico fueron: “Señora: ¡Se está incendiando el departamento del piso debajo del suyo!”.

Mientras mi hijo Fernando disfrutaba de unas vacaciones en la costa, y en Corrientes andaban los devotos del santito criollo enarbolando tacuaras, en mi edificio se vivía un momento de verdadero pánico. El humo negro comenzaba a invadir nuestra casa y, ahogándonos, deliberábamos acerca de qué se hacía con la abuela, porque, tiempo atrás, se me había indicado que en caso de incendio debíamos dejarla en el balcón para que se la pudiera rescatar por el frente del edificio, pero mi marido no se resignaba a dejar a su suegra en situación tan complicada.

Mi Robert Wagner en pijama insistía e insistía en bajarla ocho pisos en sillita de oro por la escalera, y yo ya me imaginaba que en vez de tener una persona dependiente de mí, tendría dos, porque después de tamaño esfuerzo, el descoyuntamiento marital sería de antología; pero no había tiempo para peroratas. Decidida a no quedarme con un marido en condiciones lamentables, entré cual tromba al dormitorio de mi mamá y sin detenerme a explicarle demasiado, la senté en su silla de ruedas que, desgraciadamente, no pasaba por el espacio que mediaba entre los pies de la cama y el toilet. Mientras pensaba cómo ensanchar el paso, mi marido comenzó a reiterarse sobre el tema de la sillita de oro con lo cual sacó de mí unas fuerzas de Godzila, las que me hicieron levantar con una mano la cama mientras con la otra empujaba la silla hasta que la benemérita autora de mis días estuvo colocada en el balcón. Eso si: sin peinarse, en camisón y sin zapatos, lo cual para mi madre, que es muy anciana pero muy coqueta, fue mucho más traumático que el propio incendio que estaba amenazándonos.

En tanto, Mercedes buscaba a su gata la que, asustada, no aparecía por ningún lado y yo, habiendo dejado a mi mamá relativamente a salvo, trataba de cargar algunas fotografías familiares por si el fuego lo devoraba todo.

“¡Vamos que ya no hay tiempo!” Gritaba, blandiendo toallas mojadas para protegernos del humo durante el descenso. “¡Pero no podemos dejar a tu mamá sola!”, insistía el candidato a “Mister Yerno 2009”

A todo ésto, nos invadió el ulular de las sirenas, y supimos que estaban subiendo los bomberos. Al bajar por las escaleras nos topamos con la abuelita del jugo de naranjas findeañero y debimos “guiarla” escaleras abajo porque nuevamente había perdido el rumbo. ¡Una inmobiliaria a la derecha!...

Entre tanto, comenzamos a escuchar a los servidores públicos, que golpeaban ferozmente para que se les abriera la puerta del departamento del que salía el fuego. ¿Ustedes abrieron? La señora del balcón inundado (sí, ¡la misma!) tardó siglos en hacerlo porque jamás imaginó la servicial presencia. Parece que la turística vecina, ya regresada de ver La Movediza y tandilera piedra, había sido solicitada por su hija como abuela-cuidadora, pero había tenido la mala fortuna de que ¡se le prendiera fuego el cartón corrugado que formaba el piso del pesebre, y al tratar de apagarlo con agua ésta había tocado la instalación eléctrica! Por lo tanto, estaba intentando solucionar el tema ella solita, a los baldazos, con el riesgo de quedar electrocutada, sin siquiera haber llamado a los bomberos. Se había limitado a poner “¡a salvo!” a su nietito en el balcón (nada de sacarlo a la calle, por supuesto, si era todo “taaaaan sencillo…”).

Imaginen ustedes el espectáculo que contemplamos al salir a la vereda y posarnos, junto con cientos y cientos de curiosos vecinales frente a nuestra residencia en vías de dejar de serlo: un nene de tres años en medio de las bocanadas de humo negro que salían del living de su abuelita, mientras la señora hacía de bombero con ruleros; y más arriba, mi madre, que agitaba sus manos para que recordáramos que debíamos ir por ella, lo que hizo que mi marido volviera a intentar el rescate de su suegra (daba la sensación de que él era el hijo, lo aseguro), pero por suerte los bomberos impidieron que cumpliera su objetivo de quedarse sin columna vertebral, porque bloquearon el acceso al edificio.

“¿Usted vive ahí, señora? ¡Qué susto!”… Y una, que temía por su madre y por su habitat, ponía su mejor cara de nada y evitaba contarle esta historia de gerontológicos vecinos que estaba teniendo una culminación con ribetes trágicos hasta el momento.

Era, ya lo dije, el día del Gauchito Gil y me parece que él debe haber intercedido ante “El Tata” (Dios) por nosotros, los habitantes del longévico inmueble, porque poco a poco cesó el humo, y finalmente se nos invitó a volver a casa.

Mamá es afásica de expresión, pero esa mañana la entendimos como nunca. Tardó una semana en que los ojos volvieran a su tamaño natural después de la “aventura”.

Mercedes, que era afecta a las “pelis” de terror, se dedica desde ese día a mirar el Ratón Mickey, como mucho, en cuanto a Jorge, está haciendo averiguaciones para poner un tobogán desde nuestro balcón a planta baja en forma permanente, para arrojar a la madre de su consorte por el mismo, en caso de emergencia.

Yo estoy pensando seriamente en que el Gauchito Gil deberá tener cuando menos una hornacina en algún lugar de este gerontológico edificio porque de no ser por él, que celebraba su día, estaría escribiendo esta crónica desde algún refugio municipal, y eso, siendo optimista.

Cuado era chica solía leer, en El Tesoro de la Juventud, historias en las que los héroes iban en busca de la Fuente de Juvencia... Digo yo: ¿Alguien sabe dónde hallarla? Porque si no pongo pronto un poquito de su agua en el tanque de reserva, temo por la integridad de todos nosotros, aún con alguna tacuara con cintas coloradas orlando el hall de acceso. ¿No lo creen?

Cati Cobas

Nota de la autora: Olvidé detallar que para que al infante en custodia se le quitara el trauma de haber participado del incendio, los bomberos (que fueron una maravilla de eficacia y corrección, debo decirlo), lo invitaron a fotografiarse en la autobomba. Quizás debimos hace otro tanto con la abuela...y con el yerno...

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Jajajaja

Me imagino que fue una experiencia traumática, pero como tú ya sabes a mi estas cosas, si no ha pasado nada grave,me hacen reir un montón!!

Muchas gracias por contarlo y con tanta gracia

Besitos
Angela

Anónimo dijo...

...supongo que estarás una temporada sin emplear la frase hecha "esto me huele a chamusquina".
Aurora debe saber que tiene un héroe, aunque tu no le dejaras (muy sensatamente) que se cambiara el traje.
Estoy muy contenta que este reality tenga un final feliz.

Un beso,

maría dolores

CATI COBAS dijo...

De nada, Ángela,para mí también es una manera de hacer pasar el mal momento...Un besito de Cati

CATI COBAS dijo...

Querida Dolors:

me preguntaba si una vez terminada la etapa mallorquina, mis crónicas continuarían interesándote. Con alegría veo que sí. Un abrazo gigante...

Anónimo dijo...

Uyyyy, qué día...¡¡qué historia!!

Para el yerno del año y para todos, fue un alivio sentir al leer, las sirenas de los bomberos.

Un abrazo a los Cobas&Cayans
Miri

CATI COBAS dijo...

¡Gracias, "madrina"!Un besito grandote de Cati