Comenzamos la jornada tempranísimo, con un viaje a las entrañas mismas de la mallorquinidad porque fuimos con Apolonia a conocer a sus papás. No voy a publicar fotos de esa visita porque fue algo para atesorar en un rincón del corazón y nada más. Pero no puedo dejar de comentar mi admiración por esa gente y por su casa de piedra ubicada en un lugar de privilegio, ya que el terreno presenta relieves que lo hacen sobremanera pintoresco. Mi admiración, digo, por quienes la habitan y revelan a través de ella y sus objetos, con la más elegante austeridad, su amor al trabajo y a la tierra, a las cosas simples de la vida, a ésas que muchos se empeñan en olvidar. Los

Del pleno campo mallorquín, atravesando caminos de tierra que harían las delicias de mis sobrinos Toni y Pere, a los que les gusta la aventura en bicicleta, partimos, junto a Apolonia y en su batimóvil, a la Ciudad de Palma donde nos esperaban Juana, la dueña del jardín, y Ricardo y Joana Aina, todos dispuestos a colaborar para que Jorge y yo nos adentráramos en la ciudad y sus secretos.
Para su conocimiento, y porque hace al meollo de esta crónica, les comunico que, teniendo en cuenta el calor reinante, esta servidora había resuelto coronar su testa esa mañana con un sombrero blanco, con visera, comprado en Soller para no sufrir el sol en el barquito que nos conduciría a Sa Calobra. Dicho adminículo, lejos de provocar la admiración de mi cónyuge como hubiera sido dado esperar, provocaba en él (y no sé si también en el resto de nuestros acompañantes, que por educados se abstuvieron de risitas), un mohín un tanto molesto, un

Permítanme pues, tocada con mi airosa pamela blanca, honrar a Palma a los pies de su Catedral y, desde el Parque de Mar, contemplarla reflejada en el estanque, mientras doy gracias a Dios por habernos permitido llegar ahí y entonces.
Permítanme, digo, ascender hacia ella y pisar, emocionada, sus pisos de piedra, mientras el corazón se eleva, acompañando las columnas góticas, hacia los vitrales que conmueven por su belleza y elegancia. Permítanme contemplar, absorta, el baldaquino de Gaudí sobre el altar mayor para comprender a la abuela Isabel cuando decía que “com la Seu no n’hi ha” (Como la Catedral de Palma no hay nada parecido). Y, permítanme, además,

Y ahora, salgamos de las esferas celestiales y caminemos por las calles cercanas a la Seu espiando patios señoriales., tan elegantes como la mejor capelina de verdad, que no la mía. Pienso en la noble generosidad de los dueños de esas casas que permiten espiar en ellas a través de las rejas, haciéndonos imaginar carruajes y señoras en tiempos del siglo XVIII Y XIX y, en algunos casos hasta comienzos del Siglo XX. ¿Cómo si no podríamos deleitarnos con esos arcos que anteceden al espacio abierto, arcos extraordinariamente rebajados que aligeran la estructura, diseñados con gracia y originalidad mallorquinas? ¿Dónde veríamos esos patios, versión balear de la tradicional “logia” romana, obrando como núcleo del edificio, esas escaleras tan especiales, protegidas por la presencia del hierro forjado en barandas y rejas emblemáticas? El dedo se me acalambra al disparar en pos de las mejores fotografías de esos patios, me animaría a decir, tan exclusivos de la Isla de la Calma.

Decididamente, hace falta más de una mañana para conocer a fondo una ciudad tan bella como la capital de la isla de Mallorca, por eso nos limitamos a la zona que hace siglos estuvo rodeada de murallas, pero nuestros acompañantes y nosotros estábamos decididos a extraer lo mejor de su esencia en cada calle, cada plaza, cada espacio urbano que, al igual que los paisajes de la isla, se mostraba cambiante todo el tiempo, dada la esencia medieval del trazado de la zona que recorríamos.
Así, sorprendiéndonos con los puestos de flores de La Rambla, en los que nos parece rarísimo encontrar coronas fúnebres -que en Buenos Aires deben encargarse ex profeso en florerías-, junto a bellísimos ramos multicolores, sigamos hasta la Plaza Mayor, recia y austera y continuemos, acompañados por las voces de la Reina y su honorable Caballero, así como por la presencia alegre de Juana y Apolonia, recorriendo la ciudad, sus magníficos edificios modernistas -que nada tienen que envidiarle a la Ciudad Condal del Trencadís-, pasemos por la Plaza de Cort, con un olivo antiquísimo en el que me fotografío con las primas, cumpliendo uno de mis sueños, y lleguemos a instancias de Joana Aina, a la Iglesia de Sant Francesc para hacer honor al título de esta crónica sin más dilación. La reina insiste en que no podemos perdernos el magnífico claustro

Comprendiendo que apreciar el verdadero “charme” no es para cualquiera, aunque se provenga del “jet-set”, me uno al grupo familiar

El Castillo de Bellver nos está esperando, altivo, en la lejanía. Seguramente él si sabrá apreciar la elegancia de mi sombrero blanco. Aunque…bien mirado…noto un guiño un tanto burlón en aquella ventana de la torre…
Cati Cobas
2 comentarios:
Más guapas no podemos estar tu con tu pamela, yo con mi bolso y modelito a la ultima moda lastima que no tuvimos tiempo de acectar la invitación para el banquete
Es cierto, pero pensándolo bien, nosotras tampoco las invitamos a ellas a nuestro propio banquete sobre el que estoy escribiendo...Besos y buen fin de semana. Cati
Publicar un comentario