jueves, noviembre 20, 2008

200- El jardín de Juana

Había contemplado muchas veces aquel jardín en algunas viejas fotos un tanto amarillentas.
En él, una niña muy bonita y muy rubia posaba, sonriente, con su hermoso traje de Primera Comunión, de pie, en el camino que dividía simétricamente el terreno. Detrás, las piedras de la casa familiar completaban el cuadro.

La niña era Juanita –y que me perdone hoy por el diminutivo- . Así se llamaba para mí. Hija de una sobrina del abuelo Marcial, se había convertido en la más eficiente corresponsal mallorquina.

Aquí, tan lejos, en Buenos Aires, yo imaginaba su colegio, sus juegos, su vida, mientras transcurrían nuestra infancia y nuestros primeros años de adolescencia. Su padre y mi abuelo ubicaban nuestras cartitas, tarjetas postales, Billíkenes y Tebeos dentro de los periódicos que cada tanto se enviaban, y al recibirlos, nosotras corríamos, contentas, a ver qué nos decía esa primita tan lejana.

Con la muerte del abuelo y mi comienzo de la Universidad no supe más de ella ni de su jardín, en el que caracoles y piedritas bordeaban los canteros y donde la disposición de plantas y de flores seguía una estética tan particular, tan mallorquina.

Pero nunca, nunca la olvidé y sé que a ella le ocurrió otro tanto conmigo. Su recuerdo tierno me acompañó siempre como la sombra de Don Marcial. Y siempre deseé saber de Juana, de mi Juanita que vivía cerca de donde el papá de mi mamá había nacido. Recuperarla. No sólo como parte de mi niñez, sino como legado del abuelo más bueno del mundo para mí.

Al entrar a aquel jardín, y verlo ante mí en colores, al sorprenderme con las flores rojas de la entrada y al hallarme frente a la casa de piedra de dos plantas, tan característica de esa noble arquitectura sin arquitectos que puebla las Islas Baleares -hasta entonces blanca y negra- y verla desplegar sus dorados para mí, el corazón me latía muy pero muy, muy fuerte, presintiendo que los momentos por vivir serían inolvidables.

Juana y su familia, mía también, en realidad, nos dieron, al igual que su jardín, la más cálida bienvenida. Tres generaciones estaban reunidas después de casi un siglo del momento en que Marcial dejara Marratxí para vivir en esta orilla del Plata. (A propósito, no puedo evitar una pequeña digresión para hablar de las hermanas de Juanita. Sepan los lectores que mis primas Antonia y Apolonia son tan bellas, tan vivaces y con tanto donaire que me han hecho rogar a la diosa Genética en pos de haber heredado de ellas alguno de sus genomas en algún un rincón de mi ADN ya que, amigos, las dos me cautivaron).

¡Qué dulce bienvenida la de aquellos que provenían de las nobles raíces del abuelo! Afectuosos, amables, generosos en la mesa tendida, con un frito mallorquín inolvidable y unas espumosas ensaimadas que me supieron a gloria, mientras las acompañábamos con la tradicional leche de almendras de Marratxí (congelada por Juana desde la Navidad pasada cuando nos parecía imposible que mi sueño se hiciera realidad), en pleno verano mallorquín, todo regado abundantemente por las risas y bromas de los nietos de Apolonia que ponían frescura y gracia a la reunión. Para mí fue, simplemente, la más hermosa Navidad en pleno septiembre, podría jurarlo sin temor alguno.

Y como si lo contado fuera poco, también dimos un paseo por la zona ya que honrando a los nuestros, y en compañía de la bellísima Xisca, hija de Apolonia, visitamos la Iglesia de Sant Marçal, en Sa Cabaneta. Imaginen ustedes mi emoción frente a esa iglesia en la que mi abuelo fue bautizado y cuyo patrono ha dado nombre a varias generaciones familiares. Ese templo, que naciera en 1699, en medio del monte y antes de que surgiera a su alrededor el pueblo, me era tan familiar como el jardín de Juana. También lo había visto en Buenos Aires cientos de veces en postales atesoradas por el abuelo en un rincón de su lugar de trabajo. Visitamos, además, la que presumiblemente fuera casa de nuestros antepasados y hasta nos dimos el lujo de posar frente a Son Verí, la possessió en la que el abuelo Marcial hiciera de missatge. Recorrimos un poco de lo mucho que “la tierra del barro”, cuna del siurell, el famoso silbato mallorquín, tiene para ofrecer mientras contemplábamos almendros y olivos que están dejando paso a una abigarrada serie de viviendas, ya que esta zona, por su cercanía con Palma, ha dejado un poco su aire campesino para tomar un cierto aire de barrio suburbano, no sin pena en muchos de sus originales habitantes.

Riendo y llorando desplegamos fotografías y nos contamos pedacitos de la vida. Supo a poco, reconozco. Ese jardín merece muchas y larguísimas tardes de fines del verano.

Pero no perdemos la esperanza. Puede que dentro de un tiempo podamos celebrar en Buenos Aires una hermosa Navidad en la siguiente primavera dos mil nueve si, como desean, Juana y su familia se animan a “cruzar el charco”.

El dulce de leche sabrá a almendras quizás, o viceversa, poco importa. Mi terraza porteña se vestirá de fiesta para ellas y la salvia del abuelo florecerá sin duda aunque no sea ése el momento indicado por la Madre Naturaleza.

Cati Cobas

3 comentarios:

gaia56 dijo...

¡qué buenos los recuerdos que nos unen, que nos hablan de nuestra propia historia!
un beso

Anónimo dijo...

Hoola:
Nos ha encantado el relatado tu estacia entre nosotros fue breve pero intenso, nos ha encantado conoceros y por su puesto se está ya intentando organizar nuestro nuevo encuentro pero esta vez en tus tierras lejanas..
Un besito muy fuerte de parte de toda la familia, para vosotros, tu mama y tus hijos.

CATI COBAS dijo...

Para la familia Serra Capó: Fue para nosotros una inmensa alegría haberlos conocido y desde ya estaremos muy contentos si vienen a visitarnos...Un abrazo muy grande de Cati, Jorge y familia