Que Se Enciende En Madrid…”
“Yo me bajo en Atocha” Joaquín Sabina
Los techos del Aeropuerto de Barajas despliegan sus alas sobre las cabezas de los viajeros de un modo que por momentos apabulla. Disculpen, madrileños. Una entiende que Barajas es la puerta de entrada a Europa y que ustedes, para crear “puertas”, empezando por la de Alcalá y la del Sol, no tienen parangón, pero…miren que a ésta, aeroportuaria, la hicieron grande. Se siente como un Karnak aéreo. Metal, vidrio y esos pisos que refulgen cortados por las cintas automáticas para abreviar caminos. Venir de Ezeiza, tan “doméstico” y encontrarnos con ese gigantesco edificio, cubierto por paraboloides hiperbólicos, sumado al susto que nos daba el pensar que por alguna razón irracional podían deportarnos, pese a haber cumplido todos y cada uno de los requisitos para el ingreso al “espacio Schengen” nos dejó, simplemente, a- no-na-da-dos. Menos mal que al franquear la última puerta desembocamos en la sala hipóstila. Perdón. En el hall del edificio, y ahí estaban ellas. Sí: “ellas”. La Adelantada y la Señora Mágica. Y fue como llegar a casa, a pesar de las muchas horas de vuelo, del cansancio y de las alas amenazadoras de Barajas.
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En cuanto a Ángela, mi sobrina, ¿qué contarles? ¿Cómo explicar la pícara complicidad que nos une todo el tiempo en que nos encontramos juntas? Espero que cuando Apolonia, su mamá, a quien tanto quiero, lea esto, no se ponga celosa de esta “tía nueva” que le ha nacido a sus dos hijas. Porque ya llegará el tiempo mallorquín de contar sobre Joana Aina, y espero que mi prima entienda de la felicidad que me embarga al haber recuperado a sus dos niñas, tan distintas, pero tan absolutamente encantadoras.
Pero volvamos a la Adelantada, que nos trasladó al “Gran Hotel La Buhardillita”, atendido por sus dueños, en un pequeño bólido color tomate convertido en discoteca ambulante. Porque Ángela, que había previsto hasta el último detalle de bienvenida, nos hizo pasar por cada lugar emblemático, al compás del chotis o de Sabina y compañía, que cantaban a Madrid de la mejor manera. Todo un detalle, creo que no habrá lector que así no lo reconozca.
“Cuando vengas a Madrid, chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés…” decía el autito rojo en sus parlantes y mi corazón estallaba de felicidad al tomar conciencia de que por fin estaba ahí, en Madrid, en esa ciudad que tantas, tantas veces había imaginado desde Avenida de Mayo, desde el Bar Español o en la platea del Avenida, de la mano de los abuelos, viendo “Romería”.
“Que me entierren en Madrid. Sí, sí, sí.” “¡Que te entierren a ti, so pasmao!” Parecía decir dentro de mí María Antinea, porque lo que yo sentía eran ganas de vivir, de vivir intensamente cada minuto que estuviera en esa ciudad que tanto, tanto quiero y de la que tanto había oído hablar en Buenos Aires desde la cunita.
Y a eso, a vivir intensamente, demasiado aprisa, quizás, nos dedicamos en las siguientes horas. Como aquel que sabe que sus días están contados, así fue cada instante en la Villa del Oso y el Madroño. Como un sueño, o mejor, una película.
Sí. Digo bien. Una película. Porque al llegar al “Gran Hotel”, del que les contaré en la próxima entrega, nos topamos con un actor de cine hecho y derecho. El mísmísimo Antonio. Sí, chicas…pueden envidiar a mis ojitos miopes. Que una ya no se cuece con un solo hervor y es, además, una señora muy ubicada y seria, pero ojitos tiene… ¿A qué negarlo? La cu
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Por eso pudieron ser testigos de un encuentro cibernético memorable en el Café Gijón,
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Todavía hoy, al recordar esa noche me parece que no es cierta. Que soñé los abrazos de Socorro, el murmullo de los árboles del jardín de la casona reciclada, las ricas telas que revestían las paredes y los platos tan sabrosos y tan elegantemente presentados. Que soñé haber vuelto a ver a Jesús, el esposo de Socorro, a quien tanto nos gustó conocer en Buenos Aires y haber conversado con otro Jesús la misma noche, ya que el esposo de Ángeles, un señor muy agradable, así se llama.
Parecía un sueño tener a mi Angelines, autora de tantas Lolas memorables y cómplice de tantas aventuras literarias, al lado de mi Ángela recuperada. Y un sueño estar, junto a mi Jorge, en Madrid, por fin, agasajados como jamás soñamos, con las voces de los camareros, alumnos de una importante escuela de música lírica madrileña entonando, en pleno Chamberí, arias de ópera dignas del Colón o de la Scala.
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Faltaban dos días para mi cumpleaños, pero me desearon todos que fuera muy feliz. Y ya lo era, a no dudarlo.
Volvimos a “La Buhardillita” caminando.
La luna plateaba en crecientes la Plaza Santa Ana, en Huertas. Y Calderón, desde su estatua...¿Sonreía?
Cati Cobas
1 comentario:
·Excelente narración Cati, quien te lea, te acompañará con el mismo entusiasmo y sentimiento que el tuyo.
Un besin
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