sábado, febrero 14, 2009

215-El reloj de Poncio Rigo

En el aparador del living de mi casa, un reloj marca las noches y los días. Tiene caja cuadrangular de madera de cedro, montada en forma pivotante sobre un caballete, también de ese material. El cuadrante, en roble claro, protegido por el correspondiente vidrio, indica las horas por medio de unas simples tachas estratégicamente ubicadas. Es un reloj un tanto rústico, pero sencillamente digno, sobrio, con lo que se necesita para ser un buen reloj y nada más. Tal vez por eso resulta la imagen más elocuente de quien lo confeccionó con sus manos de “maestro”: Poncio Rigo, carpintero mallorquín.

Es posible que muchos de los que contemplen el reloj, no le asignen la importancia que en este caso yo le adjudico, pero si eso hacen, será porque todavía no han podido llegar a la esencia misma de las cosas, más allá de su apariencia. Ese reloj es una prueba fidedigna de que en este mundo tan difícil hay personas cuya estirpe es el trabajo y su mejor escudo, el ser noblemente reconocidos.

Porque este hombre del que quiero hablarles es uno de los tantos mallorquines que vinieron a Argentina en busca de mejorar su vida a partir del dominio de un oficio, pero lo que lo hace único es, precisamente, este tema de los relojes así como otras formas de dar las gracias que lo convierten en un caballero digno de las Cruzadas, ya que uno de los bienes más difíciles de encontrar en estos tiempos que corren es el de la gratitud.

Poncio Rigo, un hombre delgado, alto, de rostro de rasgos angulosos y netamente baleares, rematados por gruesos lentes, nació en Ses Salines, Mallorca, en 1917. Carpintero, de oficio aprendido en las islas, es uno de esos artesanos casi artistas que ya no se encuentran en estos días fácilmente. Le he visto hacer techos y cunas de juguete, escaleras repujadas y muebles complicadísimos, armarios, camas, escritorios y todo aquello que se le pidiera y que se concretaba en un tris tras, a partir de su claridad de pensamiento. Sus manos huesudas, trabajadas y trabajadoras empuñaron siempre con firmeza -y con enorme soltura- el lápiz sobre el papel, para dibujar el objeto que construiría. Me parece contemplarlo entre viruta y aserrín en su taller, así como armando en mi casa muchas cosas, entre otras, la mesa camilla mallorquina que mis abuelos se empeñaron en construir en Buenos Aires y que, en su época, causó un enorme revuelo entre nuestros vecinos, ya que era un objeto inexistente en estos pagos.

Pero volvamos a Poncio y su familia, que llegaron a esta ciudad en la última oleada inmigratoria: la de los años cincuenta. Práxedes, Apolonia y Bartolomé, su mujer y sus hijos (¡qué nombres tan absolutamente mallorquines…!) respectivamente, lo acompañaron en la aventura de buscar fortuna en esta tierra.

¿Tuvieron suerte?, preguntarán ustedes. Yo diría que Poncio aserró su suerte; la lijó con la garlopa, la martilló con dedicación hasta llegar a tenerla dominada. Y esa “suerte”, la de la muñeca para lustrar empuñada hasta el agotamiento, la de perseverar en el intento de sacar a cada veta lo mejor de sí misma, se encoló en dos hijos “con estudio”, como entonces se decía. Se transformó en casa propia tan increíblemente bien hecha y de tanta economía de recursos, que continúa albergándolo, aún hoy, con dignidad y acierto.

Ni siquiera lo doblegó un accidente en el que perdió algunos de sus dedos. Soy testigo de su trabajo apenas pudo volver a retomarlo, con lo que quedaba de sus falanges envuelto en vendas blancas, que se iban tiñendo de dorado aserrín a medida que pasaban las horas de labor.

Sólo la enfermedad y muerte de su mujer amenazaron con quitarle las ganas de seguir adelante, pero pudo encontrar en un paseo de regreso a su tierra natal dentro del programa Quinta Isla y en el trabajo, las fuerzas para continuar.

Con la desaparición de Práxedes llegó para él la soledad, pero, valiente y decidido, en busca de un conjuro contra la vejez y la muerte, apeló nuevamente a la madera y a sus manos, y supo hallar, a través de los relojes que constituyen el eje de esta crónica, un recurso original e increíblemente hermoso.

Poncio listó en su corazón la gente de la que él se consideraba deudor (ya fuere de algún favor, consejo o atención particular) desde su llegada a la Argentina y fue armando, para cada una de esas personas, un reloj de madera. -¡De qué otro material podría haber hecho un reloj un carpintero!-. Cada uno sería parecido al anterior, pero siempre con un toque distintivo. Éste, con adornos curvos, aquél, pirograbado, el otro, con esa talla que lo diferenciaría. Así quienes ayudaron de una u otra forma a este hombre tan especial fueron recibiendo esa muestra de afecto y reconocimiento hecha “tic tac”.

Un día, nos citó para que compartiéramos con él una paella en la Casa Balear. Fue enorme su insistencia para que concurriéramos acompañados por mi madre, a pesar de su invalidez. Así lo hicimos, para comprobar que Poncio no era solamente agradecido a través de sus relojes. En una de las paredes de la Casa lucía un enorme abanico donado por él como muestra de gratitud por la gestión que en la misma se hiciera para permitir su regreso a Mallorca en 1999.

Y ahí, en la vieja y querida Casa Balear, nuestro hombre sacó, envuelta en paño, su muestra de gratitud hacia los míos recién lustrada y reluciente. Miró a mí madre muy fijo a los ojos diciéndole: “Aurora: tus padres se portaron muy bien conmigo cuando yo llegué a Argentina. Este reloj es para que sepas cuánto valoré su ayuda y amistad”.

Todos lloramos. Pero desde ese día, un reloj con caja cuadrangular de madera de cedro, montada en forma pivotante sobre un caballete, también de ese material, cuyo cuadrante, en roble claro, protegido por el correspondiente vidrio, indica las horas por medio de unas simples tachas estratégicamente ubicadas, preside la vida de nuestra casa y nos habla en su latir, de cuánto vale el corazón noble de Poncio Rigo, carpintero y mallorquín.

Cati Cobas

3 comentarios:

Anónimo dijo...

quin relat més bell!

CATI COBAS dijo...

Moltes gràcies!!!!!!!!!!!!!! Na Cati a Bons Aires

RosaMaría dijo...

Una vida rica y una familia entrañable. Un relato enternecedor y que reconcilia con la vida. Me encanta el reloj, es una preciosura.
Saludos cordiales