lunes, noviembre 10, 2008

198- Del aljibe de Pedro a La Cartuja, en Valldemosa

Las manos fueron siempre la etiqueta de la gente. Con mirarlas, se sabe qué hace quien las posee. Tener manos cuidadas, primorosas, desprovistas de músculo y esfuerzo, se tuvo y tiene por señal de alcurnia o, por lo menos, de señorío y distinción.

Sin embargo, para mí, las manos de aquel que las convierte en herramienta son tan distinguidas o más, quizás, que algunas de las que revelan, con sólo mirarlas, que sus dueños no las emplean más que para peinarse, y eso, con suerte.
Quizás por eso he vuelto fascinada con las manos familiares -y en ellas incluyo, inmodestamente, a las de las dos Catalinas de esta generación, demás está decirlo-. Son manos señoriales según mi escala de valores. Muy parecidas a las de mi papá y mis tíos. Anchas, generosas, con huellas de esfuerzos y faenas. Manos que se enorgullecen del trabajo bien hecho aquí, en un cuadro o cuidando de los seres más queridos. Allí, en la labranza, frente a la piedra, haciendo música, enseñando, cuidando de los hijos, al frente de un comercio o tomando parte en una lista interminable de trabajos realizados a conciencia.

Encontré la síntesis perfecta de nuestra tradición familiar de manos laboriosas en un objeto singular hecho de piedra. En un aljibe. El aljibe de mi primo Pedro.

Ese elemento tan vital en un lugar donde el agua es un bien tan, tan escaso, era decididamente elegante y distinguido. Tallado por Pedro en sus momentos de ¿descanso?, en el marés dorado de Mallorca, habla de paciencia y de perseverancia, pero también de buen gusto y señorío. El señorío del hombre sobre la materia. Y, además, del placer de la obra terminada a conciencia. Debieran verlo, con sus molduras y sus ángulos calculados mejor que si los hubiese analizado un matemático. No lo fotografié porque me pareció que hacerlo era invadir la personalidad reservada de Pedro. Tendrán que creer lo que de él cuento, y la imaginación hará la diferencia.

La segunda mañana mallorquina dejamos a Pedro terminando de tallar su aljibe, y partimos acompañados por Miguel y Apolonia, con rumbo a Valldemosa, mientras meditaba esta servidora, sobre este tema de las manos. En una Valldemosa apenas teñida de llovizna nos topamos con otro tipo de ellas, que también me conmovieron enormemente: las de artista. La intangibles manos de Chopin, en la Cartuja, se intuyen todavía en los pianos , testimonio concreto de su presencia en ese sitio casi indescriptible; pueden verse aleteando en los jardines aterrazados, que nos regalan unas inolvidables vistas del valle o en alguna huella, en ese sillón adamascado, en el que no nos resulta difícil imaginar al músico…

“El origen del conjunto se remonta a la época del rey Jaime II de Mallorca, que escogió este excepcional lugar de la Sierra de Tramuntana, situado a más de cuatrocientos metros de altura, para edificar un palacio para su hijo Sancho, conocido como el Palacio del rey Sancho. En 1399 el rey Martín el Humano cedió todas las posesiones reales de Valldemossa a los monjes cartujanos. Éstos fundaron la Cartuja y la habitaron hasta 1835, cuando pasó a manos privadas, quedando el conjunto dividido entre nueve propietarios, a excepción de la iglesia”.
Todo nos resulta interesante. La iglesia, la vida de los monjes, que puede intuirse en la enorme biblioteca, con sus libros encuadernados en piel o en la botica, ya que antiguamente los Cartujos eran muy expertos en hierbas medicinales. (En ella, que data del siglo XVII y XVIII disfrutamos de una colección de antiguos preparados obra de las manos cartujanas, en más de cien botes de cerámica catalana de la época.)
También es destacable la colección de cuadros mallorquines así como el Palacio del Rey Sancho, con sus vitrales coloridos y su torre de defensa, sumados al recuerdo de algunos habitantes memorables, como Unamuno, Azorín o Jovellanos.












Antes de dejar a Valldemosa, quiero repetirme acerca de la maravilla de esas terrazas cartujanas que antes mencionara. ¿Qué manos las crearon? ¿Y cuáles continúan hoy cuidándolas con el mismo esmero? Hay en ellas enredaderas y geranios, matas en rincones de diseños bien simétricos y otros, en los que se hace gala de imaginación y asimetría. Son balcones en los que se aúna el arcoiris en las hierbas y en las flores con el canto de los pájaros y un ambiente muy especial en el que resuenan, de verdad, los ecos de quienes los habitaron antaño.
Si el lector puede algún día llegarse a la isla de Mallorca, no deje de visitar la maravilla cartujana. Vale la pena para valorar lo que pueden las manos del hombre cuando tiene alma de artista.



Y como de manos y de artistas hablamos, no puedo dejar de mencionar a las manos culinarias, porque, por sugerencia de nuestra asesora Joana Aina, probamos una de las tradicionales y espumosas cocas de patata, famosas del lugar, acompañadas por una horchata de almendras, que fueron un preludio delicioso para la segunda etapa del día tan bien pensado que nos esperaba, ya que seguiríamos viendo más manos y sus obras durante toda la tarde en la Granja de Esporles, un sitio digno de visitarse y un canto, a partir de los objetos expuestos, a las mejores manos mallorquinas en acción.

Cati Cobas

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Preciosa descrición de tu viage como buena mallorquina me siento muy alagada de que Mallorca te gustara,
teniendo una Argentina tan bonita

CATI COBAS dijo...

Muchas gracias por el comentario, mi estimada "mallorquina". Un abrazo. cati

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

precioso, cuánto más avanzas, más me gustan las crónicas
un besazo y buen finde, me voy a vallado a ver a mi mamá

Toni Guasch dijo...

Fabulosa descripción, la verdad es que la Real cartuja es un lugar que no puede perderse el viajero. Un abrazo Cati.

CATI COBAS dijo...

Muchas gracias, estimado amigo "campaner"...