martes, octubre 14, 2008

189-"La vie en rose"


"…un grand bonheur qui prend sa place…
…je vois la vie en rose…”

Edith Piaf


¿Qué mortal puede decir que ve la vida color de rosa en forma cotidiana? Ninguno, por supuesto.
Como dice Benedetti, la vida sólo da treguas. Más o menos largas, pero treguas. La gracia está en saber aprovecharlas y en ver lo bueno que pudiera tener el “mientras tanto”, porque siempre, aun del peor momento, hay algo bueno para rescatar. ¿No creen?

La víspera de mi cumpleaños número cincuenta y nueve tuve el privilegio de ver la vida en rosa, sí señor, y quiero dejar constancia escrita para las épocas en que llegue mi tiempo de llorar, del que tampoco podré salvarme, aunque mucho lo desee.

Así podré compartir con ustedes, mis lectores, la tarde-noche inolvidable en que París nos regaló una dosis de romanticismo imprescindible, sobre todo cuando uno lleva casado más de treinta años con el mismo cónyuge.

¿Qué quieren que les diga? No hay otro calificativo que “romántico” para lo que tengo que contar, amigos. La caja de bombones de la que hablé unas cuantas crónicas atrás nos reservaba los de marrón glacé para que los momentos previos a mi cumpleaños fuesen “algo para recordar”.

La tarde estaba tibia todavía, la luna, casi llena, cuando las curvas del Palais de Chaillot y la Plaza del Trocadero nos recibieron en preámbulo del paseo por el río. ¡Qué espacios tan bien concebidos para hacer sentir al que por ellos transita, la importancia de una ciudad como París! La fuente vertía sus rumores, agregando frescura adicional y movimiento a los prolijos jardines, mientras nosotros avanzábamos hacia el embarcadero, a los pies de la Torre Eiffel, girando la cabeza cada tanto para deleitarnos con el paisaje urbano que dejábamos a nuestras espaldas.

Ya embarcados, disfrutamos de las lanchas, que surcaban el río casi sin ruido. En algunas, que nos regalaban acordes de violines, hombres y mujeres magníficamente ataviados, cenando a la luz de las velas. En otras, más sencillas, algún trasnochado en su lancha-vivienda, en ese lugar tan especial del mundo.

Los puentes encendían sus luces uno a uno. Y uno a uno, los edificios, en la costa, vestían sus mejores luminarias para nosotros. A lo lejos, una cascada de estrellitas anunció las nueve. La Torre Eiffel centelleaba su promesa de que a las diez repetiría el espectáculo.

¿Qué más decir, amigos? Mejor cerrar los ojos y revivir ese momento.

Cuando a las diez, nuevamente en los jardines del Trocadero, contemplamos, rodeados de gente de distintos lugares del planeta, los destellos de la Torre, revivimos esa sensación universal que nos había inundado el alma al mediodía. Eiffel, otra vez, era responsable, sin quererlo, de crear comunión más allá de razas y de credos, en la inocente fiesta de luces de su torre.

El Padre Eduardo, un escolapio muy avispado que tuvimos como Párroco, decía que toda fiesta que se precie de importante debe tener su aspecto místico pero jamás debe descuidar el “mástico”. Por lo que con Jorge habíamos pensado, también, en ese tema. Que de carne somos, felizmente. Y hasta en eso tuvimos Dios aparte, se los puedo asegurar. Porque el lugar elegido, además de deleitarnos con una deliciosa cena, nos ofreció un regalo inesperado. ¡Y qué magnífico, por cierto!

Dirán ustedes… ¿De qué habla esta mujer cuando se refiere a un regalo? Es que el restaurante que habíamos elegido por su fachada Art Nouveau y, por qué no decirlo, por el monto de la cena que se adaptaba bastante bien a nuestro bolsillo sudamericano, resultó ser ¡Monumento Histórico Nacional de Francia! ¡Qué buen ojo!, nos dijimos, al trasponer la vidriera y el primer salón. Porque luego de un bar realizado íntegramente en madera descubrimos un segundo salón en el que nuestros ojos no daban crédito a lo que veían. Comenzando por el piso, auténtico del 1899 en que fue creado el restaurante y siguiendo por los magníficos vitraux del cielorraso, para rematar en los "paneles en que el pintor Trézel mezcló esmaltes y cristal americano en una decoración donde las figuras femeninas envueltas en flores parecían sacadas de carteles publicitarios de la época. Y las aves se perfilaban bajo motivos florales y curvas enlazadas, tan características del fin del siglo XIX".

Fue maravilloso cenar en ese lugar creado en la Belle Époque “cuando París vivía la eclosión de nuevos restaurantes, donde la calidad y el refinamiento de la comida respondían al lujo y a la originalidad de la arquitectura, en la época de los grandes chefs, de los solemnes maîtres, de la aparición de numerosos restaurantes de prestigio que, junto a los grandes restaurantes ya existentes hicieron de Paris el centro mundial del arte de vivir”. Chez Julien, resultó, sin nosotros tener la menor idea del hecho, un hermano de diseño y de contemporaneidad de Chez Maxims, Lucas Carton, La Fermette, Marboeuf y Le Train Blue. Después de esa noche no me quedó la menor duda de que aquello de que el Señor bendice a los inocentes es algo realmente cierto.

Así, brindando por nosotros bajo la benigna mirada de quienes nos atendieron con solicitud y elegancia, terminó nuestra noche parisina. Daban las doce y comenzaba el día de mi cumpleaños.

Edith Piaf nos decía que la vida era en rosa. Y, por esa noche, hubiera jurado que lo era.

Cati Cobas


Foto del puente: www.lacoctelera.com

1 comentario:

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

éste no lo he leído, mañana lo haré, me tengo que ir a trabajar.