lunes, febrero 26, 2007

118- "El Ingeniero"





Me parece verlo, sentado ante su escritorio, con el casco azul de Director de Obra y sus gruesos anteojos de marco oscuro.
Su mirada glacial me recorrió, y sus primeras palabras fueron: “Está muy gordita para subirse a los andamios, señorita”. Menos mal que veinte años de hija única habían fortalecido mi autoestima lo suficiente como para responderle que yo había ganado una beca en esa obra en construcción por buena alumna y no como reina de belleza.
A partir de ahí, mis dos años de becaria en el Barrio Lugano I-II fueron como un combate boxístico entre El Ingeniero y yo. A veces, le ganaba a puro empeño y persistencia; otras, él lograba arrancarme alguna lágrima, como el día en que se enojó al verme plantar un jardincito a las puertas del obrador en la tierra más seca que imaginarse pueda (“¡Esto no es el Bois de Boulogne, señorita!).

Pero, a pesar de todo, entre él y yo fue construyéndose una relación de mutuo respeto y también de afecto zumbón y un tanto ríspido. Mi haber era mi trabajo y la alegría y entusiasmo por la vida que no me han abandonado aún, a pesar de unas cuantas melancolías que se empeñan en asomar de cuando en cuando. El haber de El Ingeniero, la generosidad del que sabe mucho de su oficio y disfruta de convertirse en Pigmalión con una becaria dicharachera y regordeta. (“Tiene que aprender a revisar las armaduras”. “Jamás camine sin casco por la obra, los directores solemos despertar rencores”. “Desconfíe cuando vea a la gente muy concentrada en su trabajo; vuelva en media hora sin aviso”. “Un plano debe descansar un día por lo menos antes de ser revisado nuevamente”.)
Él, que tanto gustaba de gruñir y protestar a ultranza, puso empeño en formarme a su imagen, y en unos años me convirtió en una asistente insuperable –disculpen los lectores la falta de modestia-. Él, que parecía no querer a nadie, me abrazó muy fuerte, como un papá cuando su hija parte de viaje, el día en que dejé mi trabajo en esa empresa.

Han pasado treinta años, pero muy pocas jornadas en que no pensara en él y su sabiduría hecha de hierro y hormigón.
Una vez al año; es decir treinta veces desde entonces, marqué su número de teléfono, y le hice saber cuánto bien me había regalado mientras le preguntaba por su vida sin hijos, sus partidos de tenis y su encantadora esposa.

Este enero, El Ingeniero me llamó. Supe de inmediato que tenía la necesidad de ver a su Miss Doolittle propia “in situ” para comprobar que no había edificado en vano. Allí fuimos, mi marido y yo a encontrarnos con una pareja octogenariamente sabia.
¿Cómo puedo compartir con ustedes la emoción del reencuentro? ¿Cómo decirles su mirada paternal y afectuosa tan lejana de los regaños y protestas?
Tomamos el té con esos dos ancianos, les contamos la vida, nuestros hijos, nuestras luchas y alegrías, y al despedirnos, sentimos que, tal vez, no volveríamos a verlos; que habíamos recibido un regalo de la vida porque mientras muchos se empeñan en dejar atrás a su pasado, lo nuestro es cerrar, despacito, cada círculo.

Espero, de corazón, que El Ingeniero haya sentido en esa tarde, como cada día de los treinta años transcurridos, mi gratitud y mi agradecimiento. Gordita y todo, me jacto de ser, por lo menos, una profesional completa y responsable gracias, en buena medida, a su martillo y sus cinceles.

Cati Cobas

1 comentario:

Lola Bertrand dijo...

me ha encantado Cati la historia del Ingeniero, incluso me salio una lagrimilla al final.
Abrazos
lola