domingo, febrero 11, 2007

116- "Los Cayian" en busca de la Cascada Escondida


“-¡Buenos días, Catita! Hoy lucís más verde que nunca.

-Debe ser el verano, Zarzamora. Mis plumas se ponen más brillantes para que los turistas puedan apreciarme.

-¿Turistas? ¡No me hables de ellos! Si hubiera sabido que la Madre Naturaleza me iba a hacer crecer al borde de este sendero, le hubiera rogado por una ubicación unos metros más abajo, en la falda de la sierra…

-Pero ¿qué te hacen?, decíme.

- Mirá, Catita, acá viene de todo. La Cumbrecita ya no es el lugar exclusivo que era, bien lo sabés. Lejos está de aquel minúsculo y encantador pueblito tirolés fundado en 1934 en las Sierras Grandes de Córdoba, a casi 1500 metros sobre el nivel del mar. Aunque sus construcciones conservan la gracia de otra época y el pueblo sigue autodenominándose “peatonal”, las hordas turísticas lo invaden. Sobre todo en verano, cuando se detienen los micros al otro lado del puente, y descienden de ellos una serie de vándalos depredadores que amenazan la belleza de nuestros parajes, de nuestros bosques de pinos, nuestras cabañas de madera y nuestras amapolas, que se empeñan en crecer, en armonioso desorden, por donde se mire. Puedo asegurarte que cuando algunas de esas personas se deciden a caminar por acá, corre riesgo mi integridad.

- Claro, yo no tengo ese problema porque vuelo, y como mi temperamento es gregario como buen integrante de la familia Psittacidae (bah, como parte de los loros barranqueros, para no hablar “en científico”), la gente me divierte.

-Pero ponete en mi lugar, Catita, son muchos los que siguiendo este caminito estrecho y rocoso que va a la catarata, caen sobre mí, y me aplastan sin que yo pueda hacer nada; no te olvides que soy apenas un arbusto rosáceo, y, aunque pincho, la gente recién se entera “después de la caída”, como dijera el dramaturgo yankee* que supo estar casado con la Monroe.
Fijate, Catita, y sin ir más lejos, mirá esos tres que vienen ahí. Decime si no son un papelón viviente.

-¡Calláte! Creo escuchar que la señora es casi, casi mi tocaya. El esposo le dice “Cati” a cada rato:
“Cati: tené cuidado con ese tramo húmedo; Cati: fijate en el alambrado que estás por engancharte la ropa; Cati: por esa piedra no, que te vas a ir por la barranca”.

-Tenés razón…y el muchachito que va con ellos…¡Qué paciencia!

-Claro: el jovencito tira del brazo de su madre, y el esposo empuja por detrás como para que la señora trepe a aquella roca. Sería mucho mejor que consiguieran una grúa.

-Es que esa roca es tremenda. Hace apenas unas horas rodó otra señora, y debieron retirarla del lugar en helicóptero”.

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No tienen idea, mis lectores, del fastidio que me produjo escuchar “la voz de la naturaleza”. Pero mi “casi gemela”, por el nombre y por lo gregaria y parlanchina, tenía razón: nuestra búsqueda de la cascada en el paraje “La Cumbrecita” fue toda una odisea. Odisea que comenzó luego de un lindísimo recorrido peatonal por ese pueblito digno de una postal, al que esta servidora añoraba volver luego de haberlo conocido en su adolescencia.
Odisea que compartimos con decenas de turistas que intentaban lo mismo que nosotros: llegar a una caída de agua que se anunciaba con un letrerito mentiroso. “A la cascada: ¡15 minutos de caminata!”. En la oficina de turismo nos habían advertido: “No se recomienda acceder a la cascada. Anoche llovió muchísimo”. Pero pensé que era muy difícil que volviera otra vez ahí por el resto de mi vida, y traté de conmover a mis acompañantes haciendo las veces de Harrison Ford femenino y de pacotilla.

La noche anterior había llovido, y por las laderas de la sierra descendían pequeños arroyitos que inundaban el sendero de piedras, a cual más resbaladiza. Por él transitaban, en un afán semejante al de las hormigas, varias decenas de familias en las que no faltaban el cochecito del bebé, las ojotas del “nono” y alguna abuela desvencijada que me ganaba por varios cuerpos en inhabilidad.
No obstante, reconozco que mi capacidad aeróbica, producto de muchos años de caminatas en el llano de mi querido Parque Chacabuco, produjo efecto en este caso, al evitar que me sintiera demasiado cansada por la travesía, pero fue muy duro comprobar que las torsiones de mis clases de yoga eran inútiles en el momento de trepar, rodear, descender o resbalar cada dos por tres, sintiendo que no llegábamos nunca a la famosa cascada.

A todo esto, mi marido y mi hijo me daban ánimo, así como aquellos que retornaban luego de contemplar la caída de agua que comenzaba a hacerse oír a lo lejos.
Claro que la rodilla de mi sufrido cónyuge también comenzaba a rechinar. Empezábamos a comprender, sin duda, aquello de que “para viajar, la valija de los medicamentos debe pesar menos que la de la ropa”.

De pronto, tuvimos la recompensa: el umbrío sendero se abrió, dejando paso a un claro, en el que se podía apreciar la belleza del salto. Faltaba aún un empinado descenso de unos cincuenta metros más. Ahí claudicamos, confesamos avergonzados nuestras limitaciones, y nos empacamos como la Virgen de Luján(*) abajo de la carreta. Anclamos nuestras humanidades a una roca, y enviamos a nuestro vástago, cámara en ristre, a obtener las instantáneas “in situ”.

Menos mal que tenemos un hijo empático y generoso, en general “de buen natural” porque si no, deberíamos haber soportado sus chanzas por el resto de los días de vacaciones.

¿Querrán saber ustedes cómo fue el regreso? Pues casi tan sufrido como el peregrinaje de ida, aunque con la ventaja de conocer un poco los recodos del camino y con el valor agregado del ánimo que ahora nosotros dábamos a los aventureros que iban por el agua.

Llegamos a almorzar en estado de calamitoso y transpirado agotamiento, pero ahí no se acabaron nuestras penurias.
¡Delicias de las vacaciones que postergaré hasta la próxima crónica!

Cati Cobas




*Arthur Miller
*Nuestra Señora de Luján tiene su santuario en esa ciudad argentina porque iba al Alto Perú en una carreta tirada por bueyes que sólo podía continuar su camino si los que la conducían bajaban la imagen de la carreta, razón por la que se coligió que la Virgen quería permanecer en ese sitio.

1 comentario:

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Que fotos más bonitas, Cati aunque el texto de abajo "de vez en cuado la vida... es maravilloso.
Un besito
Á.